Triste destino

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Las leyes generales de Murphy son muy claras: la tostada siempre cae del lado de la mantequilla; cualquiera cosa es susceptible de empeorar; a perro flaco todo se le vuelven pulgas… Todas se basan en la máxima de que «si algo puede empeorar, empeorará». Esta es la dinámica en la que ha entrado la prensa española. La crisis económica del 2008, la digitalización, las redes sociales y, ahora, la polarización. Es difícil cometer más errores en menos tiempo y dilapidar a tanta velocidad mayores dosis de crédito. Todo ha ido a peor. 

Basta ver las ruedas de prensa sin preguntas, la ausencia de comparecencias públicas, la sumisión de los periodistas, y de los jefes de los periodistas, que aceptan las consignas políticas sin plantarse colectivamente a la soberbia de quienes se rebelan al control de una prensa crítica.

Empezamos con el «plasma» de Mariano Rajoy y las ruedas de prensa sin preguntas de Zapatero, el veto de VOX a determinados medios de comunicación y, ahora, tenemos todo tipo de vídeos editados y autodeclaraciones grabadas que difundir desde nuestros medios como si fueran dogma de fe.

Más allá de la obligada autocrítica, hay algo que debería llamar la atención de todos respecto al deterioro de las reglas del juego democrático, que incluye tanto la obligación del periodista de preguntar, indagar e incluso criticar de forma responsable como la de los políticos de responder puntualmente ante los ciudadanos. 

Todos los políticos, sin excepción, pretenden superar la barrera de la intermediación, evitar las preguntas, las apostillas y los contextos sin que medie el más mínimo espíritu crítico que inspira el periodismo. Lo que hacen no es una falta de consideración al periodismo ni una anécdota que deba pasarse por alto. Es el síntoma de que la política se ha propuesto el doble objetivo de acabar con el papel de intermediario de los medios de comunicación, en quienes la Constitución delegó el derecho a la información de los ciudadanos, y de paso soslayar uno de los instrumentos más decisivos para el control del poder político en las democracias.

Las mal llamadas declaraciones institucionales, las ruedas de prensa sin preguntas, los vídeos prefabricados, las declaraciones enlatadas, las señales de los actos políticos editadas por los partidos y hasta un simple tuit difundido en sus cuentas privadas forman parte de una estrategia destinada en última instancia a eludir el filtro del periodismo. ¡Y nosotros seguimos callados ante semejante atropello de un derecho fundamental que no es nuestro, sino de los ciudadanos!

Sin cuestionar, sin preguntar, sin indagar y sin contextualizar, el periodismo deja de ser un mediador activo para convertirse en un canal de transmisión de intereses propagandísticos. Y eso es lo que hace tiempo hemos aceptado, además de permitir que los políticos o sus dircom decidan qué periodistas se sientan o no en un plató de televisión, quién es el “plumilla” más adecuado para hacerle una entrevista o qué materias son susceptibles de convertirse en noticia.

Todo con un añadido, que es la reproducción casi automática de la polarización del sistema político en el panorama mediático, en el que periódicos, televisiones, radios y medios digitales no sólo muestran una marcada tendencia ideológica, sino que esparcen una espiral de opiniones enfrentadas que no buscan el debate, sino la confrontación extrema. 

En la televisión se hace especialmente evidente en las tertulias políticas, que tienen más de espectáculo que de debate sereno o intercambio de pareceres, pero también ocurre en la radio y en la prensa. El periodismo, sí, también ha agitado el debate y aumentado la toxicidad de un ruido ambiental atronador, en el que cualquier matiz es imposible. 

Todo empezó con la crisis financiera de 2008, con la caída de la inversión publicitaria y con una búsqueda desesperada de financiación que siempre pasaba por el sesgo ideológico. La clara alineación ideológica de la generalidad de los medios fomenta que espectadores, oyentes o lectores consuman uno u otro buscando una postura con la que reafirmar sus ideas y alimentar, así, la polarización y la intolerancia hacia el que piensa diferente. 

La credibilidad y el rigor han dejado de ser un valor porque lo que se busca es la controversia. Y ese parece ser el triste destino de un periodismo que, lejos de ayudar al ciudadano a pensar con libertad, solo busca adoctrinar, encasillar y confrontar. El conmigo o contra mí de la política está también en las redacciones porque reconocer un mérito del adversario es tan impensable como aceptar una crítica sobre lo propio y porque se trata solo de combatir al adversario y desmarcarse del bando ideológicamente contrario. ¡Agotador!

P.D. Hagamos algo y hagámoslo ya para salir de esta infame espiral que más que al periodismo perjudica seriamente a nuestra democracia.

 

Esther Palomera