La sociedad ha protagonizado transformaciones extraordinarias a lo largo de las últimas décadas. Los principales cambios sociales operados en la sociedad no tienen una dimensión nacional si no global. El mundo ha conocido una revolución tecnológica, imposible de predecir medio siglo atrás, que ha modificado sustancialmente las pautas de comportamiento y relaciones humanas. La tecnología está cambiando nuestra sociedad para hacernos mejores y ofrecernos más y mejor vida: más cultura, más información, más libertad, más democracia.

La meritoria –por expresa y vanguardista- referencia a la informática en el texto constitucional de 1978 constituyó un innegable aldabonazo para otorgar trascendencia constitucional a la necesaria protección del individuo frente a los riegos que sobre él –y, particularmente, sobre el disfrute de algunos de sus derechos fundamentales- cernían los avances tecnológicos ligados a la incipiente y primaria computerización.

Cuatro décadas después –viviendo en plena sociedad de la información y del conocimiento, culminando con toda intensidad la era digital y apenas adentrándonos en los terrenos inexplorados e inciertos de la inteligencia artificial-, resulta incuestionable que la sociedad contemporánea afronta el reto mayúsculo de garantizar nuevos derechos digitales que satisfagan la demanda social de protección frente a riesgos y amenazas presentes y futuras.

Resulta incuestionable que la sociedad contemporánea afronta el reto mayúsculo de garantizar nuevos derechos digitales que satisfagan la demanda social de protección frente a riesgos y amenazas presentes y futuras

La Constitución de 1978 fue pionera en la constitucionalización de garantías frente la revolución tecnológica emergente en la medida en que la sincrética referencia del art. 18.4 CE amparó la consagración del derecho fundamental a la protección de datos personales. Pero resulta de pura justicia reconocer que el decidido impulso de este derecho fundamental ha procedido de instancias europeas hasta el punto que el art. 8 CDFUE lo elevó a rango constitucional europeo y, a partir del mismo, la Unión Europea ha optado por una inequívoca europeización del derecho de protección de datos a través de su regulación uniforme para toda la Unión Europea mediante el Reglamento General de Protección de Datos. 

Sin embargo, el reconocimiento constitucional o europeo, legal o constitucional, del derecho fundamental a la protección de datos no agota la necesidad de establecer un nuevo marco de protección de los ciudadanos en la era digital. Resulta ineludible la necesidad de reconocer nuevos derechos digitales bien en el ámbito legal como constitucional. La tecnología constituye una realidad que nos envuelve y que condiciona nuestros comportamientos más cotidianos. Internet es una realidad omnipresente. La transformación digital de nuestra sociedad es una realidad en constante desarrollo. Países como Italia o Francia han aprobado una Declaración de Derechos en Internet o una legislación de impulso digital reforzando los derechos digitales de la ciudadanía.

El art. 18.4 CE evidencia sus limitaciones para atender las necesidades contemporáneas de garantía de los derechos en Internet y ante la Tecnología. La reforma de la legislación vigente de protección de datos constituye una óptima oportunidad para reconocer y garantizar una nueva generación de derechos digitales, de carácter sustantivo o prestacional, entre los que merecerían sobresalir el derecho de acceso a Internet independientemente de la condición económica, a la formación digital, a la neutralidad de la Red, garantizado un internet libre, abierto, equitativo e innovador, al honor y a la propia imagen frente a agresiones específicas procedentes de la Red, a la libertad de expresión y a la veracidad de las informaciones en la Red, a la intimidad de los trabajadores en la utilización de medios digitales, a la desconexión laboral, a la seguridad de los menores, al olvido, la seguridad y a la confidencialidad de los datos, a la portabilidad y al testamento digital.

Artemi Rallo Lombarte