España se toma muy en serio el presente y el devenir de su lengua. El Congreso Internacional de Lengua Española, celebrado el pasado mes de marzo en Cádiz, mostró la fortaleza del español, sus retos y la extraordinaria potencia de una lengua hablada por casi quinientos millones de ciudadanos, la segunda numéricamente después del chino mandarín. Dentro de las fronteras de la nación no se discute de su extraordinaria relevancia.

El diario de sesiones del Congreso y del Senado desde hace más de tres décadas rebosa de iniciativas sobre la lengua y las lenguas españolas. Una parte del hemiciclo siente la necesidad de alzar la voz para denunciar que en Cataluña, Galicia y el País Vasco, con lenguas oficiales, además de en la Comunidad Valenciana y en las Islas Baleares se atropella al castellano.

Otros grupos, por el contrario, se alzan en pro de la defensa de sus lenguas maternas, ante la prevalencia del castellano. Se intercambian estadísticas, se citan denuncias de familias a las que se les niega el derecho de que sus hijos reciban las enseñanzas curriculares en castellano y, lo contrario: son las otras lenguas oficiales las que necesitan imperiosamente ser defendidas.

Hay picos y etapas en la virulencia de una u otra opción, pero después de 45 años de la Constitución en vigor, aún no ha estallado la paz en torno a las lenguas españolas. El artículo 3 de la ley de Leyes se redactó con el espíritu de consenso que inspiró todo el texto: “El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos”.

Miles de páginas se han escrito en el Parlamento desde entonces. En la tribuna se ha hablado del significado de la lengua materna como parte esencial de la formación de la identidad personal. Sin salir del ámbito de las Cortes Generales se aprecia con nitidez la espontaneidad, la alegría, el enfado, el humor cuando la señoría que está en la tribuna de oradores se expresa en su lengua. Esto sucede mayoritariamente en castellano pero también cuando el orador introduce en su parlamento la lengua propia, catalán, gallego y euskera, para expresar emociones y convicciones.

Una nueva legislatura comenzará en breve, tras echar a andar las de una docena de comunidades autónomas, y hay razones fundadas para temer que las lenguas españolas formarán parte de la agenda del conflicto

No debiera ser difícil ponerse en el lugar de unos y otros. No se trata de equidistancia sino de comprensión, por parte de todos, además del deber inexorable de cumplir la Constitución y los Estatutos de Autonomía, que son parte indisoluble de la primera, en los que se reconoce el derecho y el deber de utilizar la lengua propia.

Pasan los años y aún se está lejos de asumir y defender que el castellano y el resto de las lenguas españolas son patrimonio común.

Una nueva legislatura comenzará en breve, tras echar a andar las de una docena de comunidades autónomas, y hay razones fundadas para temer que las lenguas españolas formarán parte de la agenda del conflicto. No debería ser así si se extendiera el espíritu de la Constitución en defensa de todas las lenguas españolas, en toda la nación, desde el colegio, con un mínimo conocimiento, simbólico, de las otras lenguas y con orgullo.

El jefe del Estado da muestras continuas de la necesidad de defender todas las lenguas. El rey hace uso de ellas, sí brevemente, pero como gesto de reconocimiento inequívoco. El conocimiento profundo del catalán de Leonor, princesa de Asturias y de Girona, y de la infanta Sofía, no es un hecho anecdótico sino una decisión de Estado. 

Anabel Díez