Desde que Carol Gilligan diera el primer paso al poner de manifiesto que el cuidado era un valor tan importante como la justicia, la ética del cuidado se ha ido desarrollando e imponiendo como un aspecto ineludible de los estados de derecho. Hemos empezado a verlo como un valor personal y político, privado y público, al mismo tiempo. Un valor que debe corregir, por una parte, la falta de equidad consistente en relegar los cuidados al espacio doméstico y entenderlos como una responsabilidad propia de mujeres, que no merece ser considerada trabajo ya que su ámbito de acción es el de la vida reproductiva y no el de la vida productiva. Por otra parte, el crecimiento de la longevidad, a menudo vinculada a situaciones de dependencia, ha puesto de relieve la necesidad de proteger de una forma especial los derechos de la población envejecida.

Desde dicha perspectiva, que ha venido a acentuar la interdependencia y el carácter relacional que nos constituye como seres humanos, se afianza la idea de que un nuevo derecho social debería añadirse a los derechos de la igualdad: el derecho al cuidado. Lo cual significa no sólo que hay que garantizar el cuidado a quienes lo necesitan, sino que nadie debe quedar dispensado del deber de cuidar. Dicho de otra forma: puesto que la necesidad de cuidados se extiende exponencialmente, el compromiso de cuidar a quienes lo necesitan no debe ser sólo privado, tiene que ser también público.

Del imperativo ético de detectar las necesidades de cuidado y hacerse cargo de las mismas deriva una característica del derecho al cuidado que no es predicable del resto de derechos sociales: el cuidado es un deber político y es, al mismo tiempo, un deber personal. Que los gobiernos deban desarrollar políticas de cuidado no ha de ir en menoscabo de que los individuos se sientan a su vez obligados a cuidar de sus seres más próximos necesitados de ayuda. Así, el cuidado ha de ser entendido como un derecho y un deber universal. A diferencia de otros derechos sociales, como la educación, la protección de la salud o la seguridad social, cuidar a quienes necesitan ayuda y atención es un requerimiento que encierra una calidez especial. Cuidar a los demás significa atender a la solicitud de aquellas personas cercanas que están demandando atención, afecto, acompañamiento. El cuidado empezó siendo una actividad privada y no tiene que dejar de serlo del todo. Dejar la obligación de cuidar exclusivamente en manos de instituciones que proveen servicios de ayuda y acompañamiento no es correcto desde un punto de vista ético. Ni es correcto ni es posible, porque el cuidado demanda una improvisación y una adaptación a la singularidad de las personas necesitadas que no quedan bien atendidas desde la percepción de unos servicios sociales diseñados para colectivos homogéneos. El cuidado es “altamente personal”, dice Joan Tronto, y por eso es también privado.

Del imperativo ético de detectar las necesidades de cuidado y hacerse cargo de las mismas deriva una característica del derecho al cuidado que no es predicable del resto de derechos sociales: el cuidado es un deber político y es, al mismo tiempo, un deber personal

Dada la complejidad y las formas de vida de nuestro tiempo, esa necesidad básica es insuficientemente atendida si se la confía sólo a la buena voluntad de los individuos. Convivir con un enfermo de alzheimer es duro y obliga a reconsiderar el quehacer y la cotidianidad de los cercanos al paciente. La obligación familiar debe ser la primera, pero exige ayuda externa. Ocurre con el cuidado lo que las feministas proclamaron, hace ya unos cincuenta años, bajo el eslogan: “lo personal es político”. La necesidad de cuidados es estructural; verla sólo como un problema privado es no entender de qué se trata ni abordarla en todas sus dimensiones. 

Por otro lado, proclamar un derecho fundamental, desarrollarlo incluso legislativamente, no conduce automáticamente a resolver el problema al que va dirigido ni, lo que es más importante, a modificar el comportamiento de las personas que deben hacerse responsables de que los cuidados sean una realidad satisfactoria. Conviene reflexionar y discutir sobre el compromiso que realmente deriva de los principios generales que se asumen al reconocer el cuidado como un valor ético básico. Por un lado, habrá que ir señalando cuáles son los deberes positivos que ha de hacer suyos el Estado si quiere tomarse en serio el derecho al cuidado. Habrá que considerar asimismo los deberes individuales y los conflictos que se siguen de la asunción de deberes irrenunciables. No es fácil determinar cuáles son los límites del compromiso individual ni del colectivo. Si recibir cuidados cuando uno lo necesita es un derecho, habrá que discutir quién y cómo se deciden y se realizan las acciones intrínsecas a ese derecho: ¿a qué tiene derecho la persona cuidada?, ¿en qué medida hay que respetar la autonomía que tiene?, ¿cómo se aplica en estos casos el principio de no maleficencia o beneficencia?, ¿a quién le corresponde establecer cuál es el bien de la persona que ha de ser atendida? Al mismo tiempo, la asistencia al vulnerable no es un valor absoluto, no se pueden minimizar los derechos de la persona que cuida: ¿hasta dónde el deber de cuidar ha de llevar a sacrificar otros valores?, ¿podemos hablar de un “derecho a no cuidar”? En definitiva, el propósito de todos estos planteamientos no es otro que mostrar cómo el valor del cuidado es una apuesta más a favor de sociedades más justas e igualitarias.

Victoria Camps