domingo, noviembre 24, 2024
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    ESPECIAL NÚMERO 100

    El encanto particular de la excepción

    Solo hay dos tipos de personas: los que dividen a los demás en dos tipos y los que no. Estos suelen ser gente infrecuente, rara e inepta para el juego de las Siete y media: o de pasan de imaginación taxonómica, o se quedan cortos. La estructura mental de la gente corriente es maniquea, se rige por el principio del tercio excluso: blanco o negro, carne o pescado, amigo o filibustero. Y por ahí seguido. En esos momentos tontos de molicie en los que no está uno para nada, me gusta ensimismarme en la contemplación de la lluvia tras los cristales. Pero no siempre llueve, y menos en Madrid, entonces me siento en una terraza y me dedico a observar a la gente que pasa, a y coger al vuelo el retazo de una conversación o fragmentos de su existencia con los que, como un arqueólogo, reinvento su pasado. Esos ejercicios de antropología mostrenca me han permitido dividir en dos tipos las vidas que lleva el personal: las que son largas y las que son anchas.

    Una vida larga es una acumulación de años sin pena ni gloria; perpetua reiteración de rutinas sin otro ánimo que perseverar en un ser intransitivo y aburrido, como una ostra en su roca. Una vida ancha, por el contrario, es la que se gasta en explorar las muchas maneras de ser hombre; la del pirata que cataloga las ensenadas, las galernas y la infamia; pero también la del místico que colecciona instantes de plenitud y atisbos de lucidez. O la del poeta que busca el único verso inefable. Al místico, al bohemio y al pirata (que viene del griego peiratés, el que se rebela) no les gusta la vida tal como es, sino tal como pudiera llegar a ser y se empeñan en convertir cada hora, cada día, en quilates de intensidad. Prefieren experimentar la vida como tortura antes que malversarla como inanidad. Ésa es la alternativa de Balzac: “Tal es nuestro destino: matar la emoción y así vivir hasta viejos, o aceptar el martirio de las pasiones y morir jóvenes”.

    Una vida ancha es la que, para frecuentar enormidades, ella misma se pone en juego. Como si la vida perdiera interés cuando en el juego de vivir no puede apostarse la ficha más valiosa: la vida misma. Este vivir al límite tiene buena prensa, es propio de los héroes como Aquiles, Jim Morrison o el Belmondo de Al final de la escapada. En esa película de Godard lo proclama un cartel que vemos en la calle: “Vivir peligrosamente hasta el fin*. Más temerario es aún el lema que se menciona en Llamar a cualquier puerta, de Nichoals Ray. El personaje de John Derek acuñaba esta delicadeza terrible: “Vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver”. A los adeptos de esa causa de la ebriedad se les tiene hoy por raros; pero Rimbaud, Baudelaire o Janis Joplin bebieron en vaso largo esa invitación y, algo antes que ellos, Alejandro Magno o Alcibíades. Ahora que todos vamos a los mismos sitios, leemos los mismos libros y nos dejamos embotar por la misma superstición global que llamamos actualidad, se agradece toparse con un raro, que es una etiqueta con ribetes de infamia. Llamamos raros a quienes en realidad suelen ser singulares y, por lo tanto, excepcionales.

    En la tipología de la excepcionalidad hay tres categorías: el genio, el héroe y el santo. Pero en estos tiempos cobardes y anti-intelectuales esas figuras resultan o antiguas o mitológicas. Las librerías están llenas de biografías, novelas y ensayos acerca de celebridades diversas. Es otro indicio de que este tiempo esquizoide propone la mediocridad como único plan de vida al tiempo que valora el culto a la personalidad. La banalidad cotidiana del hombre de la calle se indemniza de su insolvencia existencial buscando en el cine o en los libros el encanto particular de la excepción. En la Atenas de Pericles y en el Montparasse de los Felices Veinte la singularidad era una aspiración común. Hace dos mil años el poeta latino Perso cifraba su gloria en pasear por Roma y disfrutar, como ser excepcional, del reconocimiento de la gente: “Qué bello es ser señalado con el dedo y oír cómo dicen: es él”.

    Tengo una amiga que cerró su famoso local de copas para catar el polvo de los caminos de la India; tengo un amigo que dejó su taller de arquitectura para ayudar a los nativos en una perdida aldea africana; y otro que ha renunciado a las rentas de su oposición de élite para escribir novelas en Irlanda. Se han ganado el marbete de raros y sin embargo, son tipos singulares que exploran los caminos de la vida ancha. Tristes tiempos éstos que tildan de rareza ir tras las huellas del santo, del genio o del héroe.

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    Revista nº43

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