jueves, mayo 2, 2024
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    ESPECIAL NÚMERO 100

    El movimiento del 15-M

    Coincidiendo con las elecciones municipales del pasado 22 de mayo, la vida política, social, cultural y económica de nuestro país se ha visto distorsionada por un movimiento de protesta juvenil conocido coloquialmente con el nombre de “movimiento 15-M” o incluso con el calificativo de los “indignados”. Ha prendido casi espontáneamente en varias capitales españolas, sobre todo en Madrid y Barcelona, y durante varias semanas los campamentos de los concentrados han estado instalados en zonas tan céntricas y conocidas como la Puerta del Sol (Madrid) y Plaça Catalunya (Barcelona). 

    La protesta de las decenas de miles de indignados en su momento más álgido, que ha sido noticia en los medios de comunicación de todo el mundo, ha pretendido desde algo tan inconcreto como cambiar el mundo a llamar la atención sobre cuestiones puntuales y muy precisas. Entre las demandas que se han escuchado destaca la exigencia de cambiar el sistema electoral por alejar a los representantes de las demandas de los ciudadanos, impedir la presencia de imputados en diferentes candidaturas que concurrían a los comicios y poner de manifiesto la frustración de los manifestantes con los partidos tradicionales, tanto de derechas como de izquierdas, por su connivencia con el sistema financiero en general y con los bancos y cajas en particular. En resumen, en muchos aspectos, una enmienda importante al sistema actual.

    Es del todo evidente que el movimiento de los indignados ha conseguido traspasar las fronteras naturales de los propios manifestantes para interrogarnos a todos sobre la calidad de la democracia en nuestro país y lo descorazonador que acaba siendo la situación económica de la juventud en España que registra unas tasas de paro en esa franja de edad superiores al 45%, muy por encima de Grecia (32,9%), más del doble de países como Italia, Francia, Irlanda y Portugal y a años luz de Holanda, Austria y Alemania que no llegan al 10% de desempleo juvenil.

    El problema, por tanto, existe. Es de carne y hueso. Afecta a los jóvenes, a sus familias, a sus vecinos, a una parte muy importante de la sociedad. La crisis económica, lejos de amainar no hace más que cercenar pilares básicos de la sociedad y de su estado del bienestar. ¿Somos capaces de adivinar que podremos mantener y que no de lo que hoy consideramos inamovible en, por ejemplo, una década? Sabemos, entonces, que muchas cosas deben cambiar. En consecuencia, asumido el problema, lo siguiente que deberíamos plantearnos es si es correcto el diagnóstico.

    Y es ahí cuando la respuesta se vuelve compleja y el movimiento de los indignados pierde buena parte de su razón de ser. La comparación de los acampados y sus reivindicaciones con lo que sucedió en la plaza Tahrir, llamada también de la liberación, de El Cairo además de desproporcionada es falsa y tremendamente injusta. Los egipcios pedían poder votar en unas elecciones libres mientras aquí, en España, se animaba desde los indignados a no acudir a las urnas el día 22 de mayo ya que, decían, no servía para nada. Un 66,23% de electores acudieron a las urnas, casi un tres por ciento más que en 2007, de lo que cabría deducir que la simpatía hacia el movimiento era, como hemos dicho, más de fondo, que por su manera de actuar o sus propuestas concretas.

    Es muy posible que la situación de final de ciclo en la vida política española contribuya a que emerjan movimientos que se hagan eco de la situación de deterioro y del malestar ciudadano. De alguna manera, es obvio, que una protesta como la del 15-M acaba siendo una manifestación contra el gobierno. Es por ello que lo más seguro es que de no adelantarse las elecciones generales, previstas para marzo de 2012, España se adentre nuevamente en un camino espinoso en que lejos de ganar crédito en los mercados internacionales lo acabe perdiendo.

    Este escenario retrotraería al gobierno español nuevamente a las turbulencias de mayo de 2010: desnortado y sin rumbo, a la espera de que las directrices de su política económica le sean marcadas desde Bruselas, Berlín, Washington o Pekín. Es un riesgo real que el gobierno de España y su presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, no debería correr por más que el político gobernante siempre confía que el cuadro general de la economía quizás cambie. Nada es seguro pero hoy parece del todo improbable. Y, mientras tanto, España no puede permanecer por más tiempo en medio del océano. Necesita volver a puerto. Y un nuevo capitán que permita desplegar las velas para volver a navegar. Así de sencillo. O así de difícil.

    Revista nº59

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