sábado, mayo 4, 2024
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    ESPECIAL NÚMERO 100

    El arte de callarse

    Si algo estamos autorizados a decir es que se dicen demasiadas cosas, si alguien tiene alguna otra cosa que decir que dé un paso al frente y se calle. La mayor libertad de palabra que puede haber es la de respetar la voz de las campanas. Su tañido regía los ritmos medievales, ahora nos gobierna el ruido. Es un proceso mediante el cual la humanidad ha entrado en una fase histórica de fealdad. Hay que quitar el polvo acumulado sobre el antiguo prestigio del silencio. El cardenal Le Camus agradecía el envío de El arte de hablar al padre Lamy con una pregunta pertinente: “Voilà, sin duda un arte excelente, pero ¿quién nos dará El arte de callarse?”. Así como existe una función realizativa del lenguaje que hace derivar severas consecuencias de las palabras (“apunten, ¡fuego!”), hay un silencio igualmente transitivo, un arte de hacer algo a alguien por el silencio; otro capítulo, pues, de la retórica. Menesterosos de una pedagogía de la continencia, hemos olvidado que el primer grado de la sabiduría es saber callarse; el segundo, saber hablar poco; el tercero es el saber hablar mucho sin hablar mal y sin hablar demasiado.

    No basta para estar callado con cerrar la boca porque, a veces, como saben los semiólogos, el rostro usurpa el lugar de la lengua. El arte de callarse no invita sólo a gobernar la lengua, sino que postula la tacita significatio, la elocuencia muda. Es concebible una tipología de las maneras de callarse porque el silencio se dice de maneras varias. Hay un silencio artificioso o mendaz, de disimulo; un silencio complaciente, del halago como herramienta esencial del arte del cortesano; un silencio sardónico, de secreto disfrute de la inanidad del otro; un silencio de desprecio. Pero hay , además, un silencio paradojal que es un arte de decir sin hablar, la lengua tiene entonces libertad vigilada y los gestos exploran los significantes del justo medio, se instalan en la deontología de ese aura mediocritas que ahora se llama “glamour”.

    “Morderse la lengua”, “en boca cerrada no entran moscas”, “el silencio es oro, la palabra, plata”, “por la boca muere el pez”… la sabiduría popular otorga al silencio el estatuto de conducta inspirada por la prudencia. Y es que, en general, se arriesga menos al callar que al hablar. Salvo quizás en el hospicio, regido por la ley de que quien no llora no mama, somos esclavos de lo que decimos y señores de lo que callamos. No es, pues, que no entren las moscas en la boca cerrada, sino que por la boca abierta salen algo más que palabras, por la boca abierta se escapa uno mismo malversado. La lengua es nuestra enemiga, es bestia difícil de embridar cuando se ha desbocado.

    El lenguaje, pues, es el lugar del exceso en el que el sujeto se aliena, se extraña de sí mismo, deja de pertenecerse. El imperativo del silencio responde a un doble ideal: psicológico, regido por el dominio de uno mismo; y social, gobernado por la prudencia. Pero no se trata sólo de una política del silencio como astucia o como táctica. Se trata de una ética. Hay maneras de callarse sin cerrar el corazón, de ser discreto sin resultar sombrío o taciturno, de esconder algunas verdades sin sustituirlas por mentiras. Hay que hacer callar a las palabras; pero, a la inversa, hay que hacer hablar al silencio. 

    Vacuna contra la precipitación, el tiempo de silencio precede al tiempo de pensar y lo permite. El arte de callarse invita a reflexionar sobre esta histeria de la comunicación que escolta al narcisismo contemporáneo. Entre tanto discurso, en medio de la incontinencia de las voces que proclaman su singularidad, se atisba el silencio de la convicciones y la irrelevancia del pensamiento. “De lo que no se puede hablar se debe guardar silencio”, dice Wittgenstein. Hay un tiempo para hablar, desde luego, pero debe haberlo también para callarse en interés de la verdad que, como el deseo, no eclosiona por el acoso, sino por la paciencia, la perseverancia y la seducción. 

    Al parecer los corderos quedan en silencio cuando escuchan el aullido del lobo y su amenaza. Pero ¿cómo detectar los indicios de su proximidad entre el estrépito de tantas historias llenas de ruido y de furia que no significan nada?. He apagado la radio, he salido a mirar las estrellas y escuchado su silencio majestuoso y polifónico. Un estado de ánimo parecido a éste debía de referir “la soledad sonora” de san Juan de la Cruz. O este verso de Hölderlin: “Comprendí el silencio de los cielos, las palabras humanas jamás las entendí”.

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    Revista nº40

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