La felicidad del jurista

La única vez que oí hablar en público a Jaime Guasp fue al final de una comida que el Consejo de Estado organizó con motivo de su jubilación en el verano de 1983. Guasp hizo una despedida alegre, que incluyó el estribillo de un famoso tango (“Adiós, muchachos, compañeros de mi vida”) y también una variación original del tema epicúreo de la felicidad concebida como recuerdo de los momentos agradables de la vida. Para dar un aire nuevo a una vieja doctrina, técnica en la que era maestro, Guasp acudió a un relato periodístico norteamericano, que, muchos años después, Google me ha permitido localizar. Se trata de “The day we flew the kites” (El día en que echamos a volar las cometas), publicado por primera vez en el Readers’ Digest en 1949. Un pequeño pueblo, un sábado de primavera tras un largo invierno, el cielo azul, el viento fresco, el placer de lanzar las cometas desde la cresta de las colinas, el baile majestuoso por los aires de las cometas color naranja… Aquel día quedó impreso en el alma de todo el pueblo como el símbolo mismo de la felicidad.

De este modo, Jaime Guasp se volvía a sus compañeros letrados del Consejo de Estado y les preguntaba: ¿Os acordáis de tantos días en los que echamos a volar las cometas en el Consejo de Estado? Y se refería a la elaboración apasionante y placentera de varios dictámenes importantes. Recuerdo el primer ejemplo que puso: el dictamen de Pleno que recayó sobre el proyecto de texto refundido de la Ley Hipotecaria, luego aprobado por Decreto de 8 de febrero de 1946, del que se han cumplido recientemente setenta y cinco años. 

He recuperado ese dictamen de diciembre de 1945 en el archivo del Consejo de Estado, con la esperanza de encontrar elementos que permitieran identificar en qué consiste la felicidad del jurista. Una primera lectura me hizo ver que esa aproximación era ingenua. No se puede ir al bosque esperando encontrar la leña cortada y recogida en haces. Aquí hay un trabajo previo que hacer, que quizá empiece con la pregunta de si al jurista le es dado encontrar la felicidad en su trabajo. Sólo el matemático es feliz, decía el filósofo alemán Novalis, en fórmula que tiene a la vez belleza y verdad. Pero hay también una felicidad del jurista, y para definirla se podría partir de una previa caracterización de nuestro oficio, aceptando, eso sí, la parte modesta de una dicotomía machadiana: lo nuestro no es blandir la espada, como el poeta, el filósofo o el gran gobernante; lo nuestro es el “docto oficio del forjador”. De ahí que nuestra felicidad venga de abordar y solucionar problemas técnicos, con la ayuda de nuestros bártulos, palabra que nos recuerda al más diestro de nuestros colegas medievales.

Sin salir de la Edad Media, don Ramón Menéndez Pidal, en vista de que algo que buscaba no aparecía en las crónicas, se resignaba en cierta ocasión a bucear en “el insulso mar de los documentos notariales eclesiásticos”. Y, en efecto, al interlocutor épico del Cid campeador, al cultivador lírico de la flor nueva de los romances viejos, no cabía pedirle que se entusiasmara con aquellos documentos notariales. Pero a nosotros si nos gustarían, porque veríamos en ellos la mano del jurista, manejando sucesivamente sobre el yunque el martillo, el fuelle y las tenazas, resolviendo problemas que, al menos en su estructura y naturaleza, son parecidos a los que hoy nos ocupan. ¿Hay felicidad en nuestro trabajo? Claro que sí. Ocurre que es una felicidad más fácil de experimentar que de relatar, porque una buena narración exige la cuidadosa disección de las tripas del expediente, la puesta de manifiesto de las dificultades, la alegría -solitaria o compartida con los colegas- al encontrar las vías para resolverlas o soslayarlas, la satisfacción de ver cómo todo ello cumple una función social útil… Pero el jurista que permanece fiel a su profesión puede, al final se su carrera, echar la vista atrás y evocar muchos momentos felices, aunque no siempre pueda contarlo con el fácil colorido de aquellas cometas que surcaron los cielos de la llanura americana un día de primavera.

 

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín