EE UU-China: una partida casi en tablas

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El presidente de EE. UU., Ronald Reagan, preguntó a su homólogo soviético, Mikhail Gorbachov, en noviembre de 1985, si, en caso de invasión extraterrestre de la Tierra, aparcaría la Guerra Fría para trabajar juntos y vencer esa amenaza para la humanidad. Gorbachov contestó positivamente y 14 años después contó esta conversación durante una entrevista.

Treinta y cinco años después de aquella cumbre Reagan-Gorbachov los extraterrestres no han  atacado la Tierra, pero si lo ha hecho un nuevo virus (SRAS-CoV-2) que causa una pandemia mundial de proporciones nunca vistas desde la mal llamada “gripe española” en 1918. EE. UU. subsiste como superpotencia mundial y, enfrente, ya no está la Unión Soviética sino China. Washington y Beijing no han aunado fuerzas para luchar contra esta nueva peste sino todo lo contrario.

Por primera vez, EE. UU. ha estado casi ausente en una crisis mundial desde que, hace unos 80 años, adquirió el rango de superpotencia. Llevaba ya más de tres años, desde que Donald Trump accedió a la presidencia, renunciado a su liderazgo y dejando a otras potencias, como China, incrementar su ascendente. La crisis sanitaria que estalló en febrero ha acentuado esa tendencia.

A Trump se le recordará, probablemente, como un presidente errático a la hora de hacer frente a la pandemia en su país y, en política exterior, como el fustigador de China. Dejó caer que el virus surgió a causa de un accidente en un laboratorio de Wuhan, la ciudad china donde empezó la pandemia; resaltó la “incompetencia” china a la hora de frenar su propagación en el mundo; insinuó que Beijing debería indemnizar a EE. UU. con miles de millones por el daño causado. La diplomacia china tachó de “calumnias inmorales” todas sus acusaciones.

China se ha esforzado, en cambio, en convertir un revés, ser de nuevo el foco inicial de una epidemia, en un éxito y ganar así influencia en un mundo del que espera ser la primera potencia. Primero presentó su gestión para contener el virus, con métodos contundentes propios de una dictadura, como un modelo. Regaló material sanitario, mascarillas o respiradores, a numerosos países en vías de desarrollo y también a otros muy desarrollados, incluido EE. UU. Sus médicos asesoraron a epidemiólogos de medio mundo.

Este gigantesco esfuerzo por extender su “softpower” a lo largo y ancho del planeta no ha dado los resultados esperados. El número de muertos en China por coronavirus, revisado al alza en abril hasta alcanzar los 3.869, arroja dudas. Lo ponen en cuestión informes de servicios secretos que han trascendido y, pese a la escasa libertad de expresión, el semanario chino “Caixin”. Otros países asiáticos que no son dictaduras, como Corea del Sur y Taiwan, han sido exitosos y más transparentes esforzándose en frenar la pandemia.

El material regalado o exportado por China no siempre cumplía las normas de seguridad. Muchos lotes han sido devueltos. Para no dañar la reputación del país, las autoridades de Beijing reforzaron a finales de abril los controles sobre los productos exportados asegurándose de su calidad.

La pandemia ha supuesto, por último, una especie de electrochoque para buena parte de Occidente. De sopetón ha tomado conciencia de su enorme dependencia de esa fábrica del mundo en la que se ha convertido China. En el Imperio del Centro, como los chinos llaman a su país, se producen buena parte de los medicamentos y de los productos sanitarios que se consumen en el mundo. Desde hace un par de meses los políticos occidentales insisten en la necesaria relocalización o reindustrialización porque quieren reducir esa supeditación a Beijing.

China no ha ganado la partida frente a Occidente, pero EE. UU. tampoco es el vencedor. Es difícil anticipar la historia, pero con Joe Biden en la Casa Blanca –será el candidato demócrata en las presidenciales de noviembre- el liderazgo estadounidense no se hubiese esfumado. Biden fue presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado y posee esa sensibilidad internacional de la que carece Trump.

La partida entre EE. UU. y China ha concluido, por ahora, casi en tablas, quizás con cierta ventaja para la nueva superpotencia. No está acabada. Habrá nuevos asaltos en el cuadrilátero, quizás con un nuevo presidente en la Casa Blanca. El primero en conseguir la vacuna marcará un buen tanto. Aunque el Imperio del Centro resulte a la larga vencedor, el carácter dictatorial de su régimen inclinará siempre a Europa del lado de EE. UU. Los vecinos asiáticos de China continuarán buscando un contrapeso a la gigantesca potencia con la que comparten continente. Si gana Beijing no será por nocaut.

Ignacio Cembrero