No comienza un curso normal. Comienza un curso duro. Un curso de vuelta a una realidad: la de la imposibilidad de mantener un gasto eternamente creciente alejado de la capacidad real y equilibrada de ingreso de un país. Porque la realidad es que los indicadores económicos no se pueden frenar con “topes” ni se puede alterar por decreto el miedo a consumir o contratar de ciudadanos y empresas inmersos en un entorno de inestabilidad e inseguridad jurídica.

Tras años de multimillonaria asistencia por parte del BCE a causa del COVID, España se enfrenta a un grave dilema de las instituciones europeas. Si el BCE sube los tipos en línea con la FED para frenar en seco la inflación, una economía bajo respiración asistida como la española amenaza con un grave parón. Pero, si el BCE no sigue con su política de subida de tipos, el resto de Estados miembros, empezando por Alemania, saben que se enfrentan a períodos más largos de precios elevados. Y eso significa asumir en sus países costes y dificultades adicionales.

El Banco Central Europeo (BCE) ha empleado parte del verano en acaparar grandes partidas de deuda española por temor, precisamente, a la situación económica en este arranque de curso. El objetivo del BCE no es otro que el de evitar un auge de la prima de riesgo en países como España, Italia, Grecia y Portugal. Y es que eso supondría ya un golpe de dimensiones más que profundas.

El Banco Central Europeo (BCE) ha empleado parte del verano en acaparar grandes partidas de deuda española por temor, precisamente, a la situación económica en este arranque de curso

Los registros oficiales del BCE revelan que este organismo ha atesorado deuda española por importe de 5.914 millones de euros entre junio y julio. Lo ha hecho reinvirtiendo fondos del Programa de Compras de Emergencia frente a la Pandemia (PEPP), un plan de 750.000 millones de euros diseñado por el BCE en marzo de 2020 como parapeto frente a la pandemia. 

Pero el BCE, oficialmente, dio de baja este programa el pasado mes marzo. Y ha tenido que reabrirlo, precisamente, por la mala situación económica.

Y esa mala situación, habrá que pagarla. Porque el dinero no es un flujo eterno ni mucho menos. Y todos los países afectados de pleno por el corte del gas ruso -empezando por Alemania- empiezan a pensar que las ayudas a la lista de países mencionados tampoco deben ser eternas.

España llega a esta situación con una deuda pública a cierre de 2021 del 118,40%. El triple de la que mostraba en el primer año de la crisis subprime, en 2008, con un 39,70%. Con cerca de 400.000 parados (EPA de agosto) más que en ese mismo de arranque de crisis: 2,92 millones frente a 2,53 millones. Y con un déficit público a cierre del último año de 82.819 millones frente a los 50.731 en los que cerró la contabilidad oficial en aquel 2008.

Es más, los indicadores interanuales de consumo eléctrico de agosto han mostrado un ritmo del -3,2%; la matriculación de automóviles de julio, del -12,5%; el índice de comercio minorista de julio, del -1,1%; el consumo aparente de cemento de julio, del -12,8%; y, sólo por poner otro ejemplo, la confianza del consumidor en julio se situó en 55,5 puntos cuando en el año 2021 -aún dentro del COVID- estuvo en 83,7 puntos.

El escenario se combina con una recaudación fiscal que ha crecido en nada menos que 22.283 millones de euros entre enero y julio, con las implicaciones de pérdida de poder adquisitivo que ello supone para hogares y empresas, y con nuevos anuncios de más impuestos, subidas del SMI y remodelaciones al alza de las cotizaciones sociales tras un largo listado de subidas también en el campo de los costes sociales.

Y todo ello no es un buen punto de partido para una crisis que combina el desbordamiento de la deuda pública con una fuerte escalada de precios impulsada por una crisis energética.

En resumen, un curso efectivamente complicado.

Carlos Cuesta