Cine y derecho, la tarea del jurista como argumentación e interpretación


Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia, fundador y primer director del Institut de drets humans de esta universidad, Javier de Lucas ha sido también presidente de CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado), miembro de la Comisión de seguimiento del Plan Nacional de Derechos Humanos, director del Colegio de España en París y miembro del UNESCO HPSD (High Panel on Science, Technology and Innovation for Development). Actualmente es senador por Valencia. En esta entrevista nos habla de la relación entre el derecho y el cine, y de la utilidad de este en la formación de los juristas.


 

Como profesor de filosofía del Derecho, sostienes la necesidad de introducir la interpretación, la argumentación, para una más completa formación de los juristas, y que eso, a su vez, abre la puerta a nuevas enseñanzas interdisciplinares, como cine y derecho.

Déjame que me extienda un poco en la contestación, porque atañe a la razón misma de aquello a lo que he dedicado más de cuarenta años de mi vida: tratar de formar juristas. La concepción del Derecho como una práctica argumentativa, obliga a primar otro modelo de formación del jurista. Por no decir que en el caso de España, ya no hablamos de un ordenamiento jurídico estatal-nacional, sino de un complejo sistema polinormativo derivado de su definición como Estado “autonómico” y, al tiempo, de su condición de Estado miembro de la UE; un sistema polinormativo en el que, además, han adquirido cada vez más peso las decisiones judiciales. Hace tiempo que, por fortuna, nos hemos alejado en las Facultades de Derecho de la ensoñación de una dogmática -en realidad, una exégesis-, basada a su vez en la ficción de que el Derecho es un sistema completo y autosuficiente. Y hemos entendido que la principal herramienta con la que trabajamos los profesionales del Derecho es el lenguaje. Eso sí, un lenguaje dotado de una característica diferencial, como le explica Humpty-Dumpty a Alicia: los juristas sabemos bien lo importante que es ser el dueño de las palabras, tener la competencia para decidir e imponer coactivamente qué significado atribuirles y por eso estamos tan atentos a esa lección, la de saber quién manda, quién tiene esa capacidad que emula a la que el relato bíblico nos dice que Dios concedió al hombre: nombrar a las cosas. Saber cuándo y qué consecuencias tiene que haya una situación en la que se es propietario, tercero hipotecario, deudor…

Por lo mismo, la interpretación no es una actividad ocasional o supletoria, sino el núcleo mismo del trabajo de todo jurista. Y lejos del arquetipo del profesional del Derecho como un “técnico” que debe apartarse de la impureza social, se impone reconocer que nuestra razón de ser es ofrecer soluciones útiles a problemas sociales, desde un marco de legitimidad que, en un Estado democrático de Derecho, viene constituido, sobre todo, pero no sólo, por la legalidad constitucional.

Todo lo anterior nos obliga a conocer bien los procesos de diversa índole que construyen la realidad social. El jurista no puede prescindir hoy de los conocimientos que nos procuran las otras ciencias sociales, ni la tecnología, aplicada por ejemplo a la biología o a las comunicaciones. Y en un mundo en el que las relaciones sociales parecen más regidas que nunca por el principio berkelyano del esse est percipi, ser es ser percibido, creo que los discursos, los lenguajes que, como el del cine, nos enseñan a entender el proceso de las representaciones que construyen la realidad, son una excelente contribución a la formación de los juristas.

La autora de la entrevista, Virtudes Azpitarte, junto con la decana del Colegio de Registradores, María Emilia Adán, y Javier de Lucas.

Has dedicado una parte de tu trabajo a la relación entre cine y Derecho. ¿Por qué crees, que, entre todas las otras artes, destaca el cine como compañera del Derecho?

He tratado de explicar esa relación en varios trabajos a lo largo de estos años. Si aceptamos la concepción del Derecho a la que me refería en la respuesta anterior, puede entenderse mejor la utilidad del cine para la formación de los juristas. El Derecho, como la literatura y el cine, son disciplinas narrativas y por eso, el carácter retórico y argumentativo del Derecho, su lenguaje, sus razones, se pueden explicar gracias a la literatura, el teatro, el cine. Lo que he contestado antes sobre el Derecho como práctica argumentativa, que trata de ofrecer criterios para decidir qué intereses deben obtener una garantía preferente en las relaciones sociales obliga a conocer el porqué de esas preferencias, cómo se construyen. Y en eso el cine es una inestimable herramienta.

En segundo lugar, no hay prácticamente aspecto o problema relevante del Derecho que no encuentre tratamiento en el cine. De hecho, una mínima aproximación bibliográfica ofrece más de 800 títulos de películas con esa temática. El lenguaje del cine es un instrumento de primer orden para transmitir cuanto está en el núcleo del Derecho y del trabajo de los juristas: sus tensiones, sus paradojas, su grandeza y también sus miserias. Y, finalmente, añadiré otra razón: el cine no sólo es arte e industria. Es también un instrumento superior de conocimiento, en el sentido en el que Horacio, en su Ars Poetica, alababa la poesía: porque consigue instruir deleitando.

En definitiva, en el corazón del cine, como en el del arte, está la libertad, que es el mayor de los bienes que trata de garantizar el Derecho. Es más: el cine permite conjugar dos libertades, la libertad creativa del conjunto de artistas y profesionales que –más allá del director– hacen posible una película, y la libertad interpretativa del espectador, sobre todo si se cumple en él aquel lema de La Codorniz, «La revista más audaz para el lector más inteligente»). Porque el cine es un juego interactivo que proporciona más placer cuanto mayor es el conocimiento que se tiene de él.

¿Cómo y por qué planteaste la enseñanza del Derecho mediante el cine? ¿Por qué surgió la colección Cine y Derecho de la editorial Tirant, que ha recibido en 2020 la medalla de oro de las Bellas Artes?

No es en absoluto un proyecto original. En nuestro país hay muy reconocidos juristas que son no sólo grandes cinéfilos sino incluso doctos conocedores del cine. Lo que sí creo que constituyó una experiencia original en España (no en los EEUU, en el Reino Unido, en Francia o en Bélgica) fue la introducción en el plan docente de nuestras Facultades de cursos de enseñanza del Derecho a través del cine, un proyecto al que dimos una forma institucional en la Facultad de Valencia, a finales de los 90, con un grupo de profesores interesados en modalidades de innovación docente y en particular en el cine, entre los que quiero recordar al fallecido Mario Ruiz. Eso cuajó, a comienzos de los años 2000, en una asignatura como créditos de libre opción, y luego como seminarios o créditos propios en diferentes Universidades, entre las que destacaré las de Oviedo, Carlos III, Zaragoza, la Pompeu Fabra, Rovira i Virgili, Jaume I, o La Rioja. La colección fue una consecuencia natural: queríamos disponer de materiales a los que remitir a los propios profesores y a los estudiantes. Y Candelaria López, entonces directora de la editorial Tirant, de gran peso en el mundo del Derecho y su hijo Salvador Vives, que hoy es el director general de la editorial, tuvieron la generosidad y la visión de aceptar mi propuesta, que hoy cuenta con más de 60 títulos y que ha emprendido una nueva etapa, con mi amigo y colega el profesor Fernando Flores.

“La nueva DGSPFP enfatiza esa seguridad jurídica anticipada a cargo de juristas como los registradores que han sabido incorporar las nuevas tecnologías como instrumentos de ésta”

Has escrito sobre Kurosawa y su multipremiada obra Rashomon. ¿Crees que el perspectivismo está en la base de toda actividad judicial?

Sí, claro: desde esa película del genial cineasta se conoce como “efecto Rashomon” la influencia de la subjetividad en la percepción y en las narrativas de la realidad, que hace que, en tantas ocasiones, todas y cada una de esas versiones puedan ser presentadas como verosímiles, aun siendo no sólo distintas, sino contrapuestas. Con ello no quiero decir que los juristas debamos adoptar una concepción puramente relativista y tampoco -no es el momento de adentrarse en tan ardua e interesante cuestión- que la concepción de “verdad jurídica” lo sea. Sobre todo, porque el Derecho cuenta siempre con un referente normativo que sustituye a la verdad objetiva: la espada, además de la balanza. Quiero decir que en el Derecho hay siempre una autoridad dotada de poder para zanjar la cuestión y decir la última palabra (por más que ésta sea histórica, ergo nunca definitiva). Pero me parece evidente que no sólo en el escenario jurídico por antonomasia, el del proceso ante un juez o jurado, sino también en la actividad misma de todo jurista, hay siempre un juego de intereses en el que conviene tomar nota de las pretensiones de todos, y no sólo de la parte que se representa. “Caminar un trecho en los zapatos del otro”, como aconsejaba a sus hijos Atticus Finch.

En tu libro sobre la película Blade Runner subrayas la respuesta de uno de los ‘replicantes’ al protagonista, encarnado por Harrison Ford: “es toda una experiencia vivir con miedo; eso es lo que significa ser esclavo”. El miedo nos impide ser libres. ¿Crees que la seguridad jurídica preventiva es una forma de luchar contra esa falta de libertad?

He combatido siempre el tópico de la tensión entre seguridad y libertad que se presenta las más de las veces revestido de un sentido tan simplista, tan maniqueo, que deforma por completo el sentido del mejor derecho, que es siempre el de ofrecer seguridad (garantía del status y previsibilidad de las conductas), pero seguridad en las libertades, no la supuesta quietud de los calabozos o de los cementerios, como ironizó Kant. Igual libertad, como ha explicado Balibar, siguiendo el mejor liberalismo, el que proponen Mill y T.H.Green y recoge Shklar, porque la libertad no es tal, si no lo es para todos, de todos. En ese sentido, es en el que entiendo también la conocida tesis de Luigi Ferrajoli de que el Derecho es “la ley del más débil”: garantía ante todo para los más vulnerables.

Dicho esto, me parece que el intento de proporcionar un plus de seguridad que, en cierto modo, supone ofrecer un adelanto y una alternativa respecto a la que ofrecen los tribunales, es una buena iniciativa. Creo que la nueva definición de la clásica Dirección General de los Registros y del Notariado, que pone el énfasis en que se puede y se debe ofrecer a los ciudadanos esa garantía en el status, esa seguridad jurídica anticipada (a mí me gusta esa manera de expresarlo, más que el término “preventiva”), de forma tal que no se tenga que acudir a los tribunales (ganando así en tiempo, en eficiencia económica y en cercanía a los intereses del particular), gracias a los profesionales del Derecho que son los registradores y notarios, es una forma más adecuada de abordar ese output básico que es la seguridad y que en las en sociedades del siglo XXI deben garantizar el Derecho y los juristas: ahora, por otras vías, complementarias, alternativas, anticipadas o preventivas, si se quiere decir así, que no sean necesariamente los tribunales. Y contribuye a explicar mejor al público la tarea que realizan esos profesionales del Derecho que, por cierto, han sabido incorporar como pocos las nuevas tecnologías como instrumentos de esa seguridad.

Has dedicado al personaje de Atticus Finch -el abogado defensor de la novela y la película Matar a un ruiseñor, que aseguras que fue tu “primer mito jurídico”- tu libro más reciente, Nosotros, que quisimos tanto a Atticus Finch. Y lo presentas como un “hombre de derecho”. ¿Qué quieres decir?

Es el ideal de los juristas, aunque suele identificarse sobre todo con abogados y jueces. Como trato de explicar en dos capítulos de ese libro, un “hombre de derecho” no es el escrupuloso (incluso obsesivo) cumplidor de la más mínima de las normas jurídicas, que exige también a los demás su observancia, el hiperlegalista que quiere reglamentarlo todo. No: es quien sabe que la razón de ser de su trabajo como jurista -el “código Atticus”, como se le ha llamado- consiste exactamente en eso, en el compromiso con garantizar a todos el más elemental de los derechos, el derecho a tener derechos, a encontrar justicia, que eso quiere decir ser “justiciable”, el derecho a tener voz, a llevar ante los tribunales (ante las autoridades que deciden qué es Derecho) la lucha de los ciudadanos por el Derecho, por sus derechos, esto es, por sus necesidades e intereses. Si lo pensamos bien, esa es la tarea de todo jurista, no sólo de los que trabajan en el foro, sino también otras profesiones jurídicas, como registradores, notarios, abogados del Estado, secretarios de corporaciones…Se trata de encontrar la cobertura del Derecho para las demandas de los ciudadanos, también las de la vida cotidiana.

En tu libro, recuerdas que la publicación en 2015 de una supuesta precuela de esa novela, bajo el título Go, set a watchman, supuso un verdadero shock para los seguidores de la novela y el film: visteis cómo el defensor de los débiles pasaba a ser un supremacista blanco, un mito caído, como se dijo. Sin embargo, tu interpretación es otra, en la que los recuerdos de la hija del protagonista, convertida en una joven universitaria, Jean-Louise Finch, no son tan contrapuestos a los de la niña que fue, Scout.

Yo creo que, en buena medida, la clave de toda esta historia se encuentra en la biografía de la propia autora de la novela, N.H. Lee y de su hermana. Dicho de otra manera, en la forma en que la hija de Atticus -como ellas, las hijas del abogado Amasa Lee-, sabrán hacer suya, reinterpretándola e incluso llegando a enfrentarse por ello con su propio padre, la vocación de luchar por el Derecho, por el mejor Derecho, por el que antepone la igual garantía los derechos de todos. Eso, en los EEUU de los 60 y ahora, exige comenzar por la garantía de los derechos de los más vulnerables, ayudar a hacer llegar su voz, sus necesidades e intereses, ante quien tiene la capacidad de decidir qué es Derecho. Las mujeres que fundaron el Black Lives Matter representan, a mi entender, el mismo espíritu, el de asumir la lucha por los derechos, por la igualdad en los derechos (y no sólo la denuncia de la violencia policial) como tarea cívica.

“El código Atticus consiste en garantizar el más elemental de los derechos: el derecho a tener derechos”

Volviendo a la gran protagonista, Scout, ¿crees que la tolerancia es un paso a superar, en el camino de la lucha por los derechos?

Sí: esa ha sido la tesis que he enseñado siempre: estoy contra la tolerancia en el ámbito público, político y jurídico (no en el privado). Creo que lo que ha aprendido Jean-Louise como militante en la lucha por los derechos civiles en los EEUU de los 60 es que éstos le exigen superar la etapa de la tolerancia, de reconocer algunas “concesiones” a los negros, como un mal menor, para mantener el statu quo. Quien tolera, por definición, no reconoce derechos y, menos aún, iguales derechos al tolerado. Pero Jean-Louise aún ha de aprender una lección, una etapa más, si quiere ser coherente en esa lucha por los derechos, tal y como le enseñará su antigua aya, Calpurnia.

Subrayas la importancia del pasaje en el que otro personaje clave, la versión femenina del tío Tom, el aya Calpurnia, pregunta a Scout “¿qué nos habéis hecho?” ¿Cuáles son los límites de give me your voice?

Calpurnia muestra a Jean-Louise que ya ha pasado la hora del paternalismo, de la retórica, de ese propósito de actuar por el bien y en nombre de quienes son considerados menores de edad, incapaces de defender por sí mismos sus derechos. Los negros norteamericanos, con M.L.King de una forma, con Malcom X y luego los Black Panthers de otra, han dicho basta y quieren cobrar el cheque pendiente, aún impagado, desde la Declaración de Derechos de 1776. Exigen igualdad de derechos, no concesiones. Exigen las reformas que pongan fin al supremacismo, al veneno del racismo que ha intoxicado y aún envenena las instituciones del gran experimento democrático americano, con la policía y las prisiones como más claro exponente. Pero, como sucede a mi juicio asimismo en otros ámbitos y también fuera de los EEUU, el riesgo de un diferencialismo que acabe haciendo implosionar lo mejor del proyecto universalista republicano, es evidente. Anécdotas como las exigencias de cualidades identitarias para poder traducir a la joven poeta Amanda Gorman son sólo la punta de ese iceberg.

Boo, el personaje de la primera novela encarnado en la película por un joven Robert Duvall es la encarnación del ruiseñor: inocente, vulnerable, y diferente a los otros. ¿Cómo se configura el derecho a vivir la diferencia?

Ese es el desafío al que nos enfrentamos en sociedades como las nuestras, cada vez más fragmentadas, más plurales y, al tiempo, más desiguales. Sobre todo, cuando la diferencia cultural es esgrimida como razón que justifica un trato desigual. A mi juicio, la democracia liberal se enfrenta hoy sobre todo a dos retos: el de su capacidad de hacerse global y, a la vez, el de la inclusión igualitaria. He dedicado algunos libros -entre ellos, los dos últimos, Decir No. El imperativo de la desobediencia y este sobre Atticus Finch- a tratar de ofrecer pistas de actuación, más que respuestas. La contribución del Derecho y sus profesionales a ese objetivo es clave. Pero necesitamos otro Derecho, que empiece por reconocer que los señores del Derecho debemos ser todos, desde nuestras diferencias, en condiciones de igual libertad.  

por Virtudes Azpitarte
Registradora de la Propiedad