miércoles, mayo 8, 2024
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    ESPECIAL NÚMERO 100

    Crónica de Montevideo

    Durante los años ochenta el viejo cementerio de Montevideo, trepado en una loma desde la que se contempla la poderosa y marrón desembocadura del Río de la Plata que mete agua dulce en el Atlántico Sur hasta más allá del horizonte, estaba siempre en un extraño estado de obras con zanjones, tunelamientos y pozos, sin aparente razón geométrica, como si aquel postrero refugio austral estuviera regido por un sepulturero loco. 

    Yo esos años viajaba constantemente a la República Oriental del Uruguay, bien en el puente aéreo con Buenos Aires bien en el tosiente vapor de la carrera que permitía una noche para contemplar la Cruz del Sur, para observar la lenta e inexorable descomposición del régimen militar del general “Goyo” Álvarez, quien siendo de escasa estatura usaba alzas en las botas de montar, pareciendo que llevaba las espuelas en las corvas. Tras muchas visitas al entrañable “paisíto” caí en la cuenta de que la censurada prensa publicaba notas sin mayor explicación sobre nuevas obras en el camposanto, y con un viejo medio charrúa, mestizo de los indios de tal nombre que poblaron la Banda Oriental rioplantense, di en entender de mano de mi guía y los destripaterrones, el misterio del cementerio removido. 

    Tras muchas visitas al entrañable “paisito” caí en la cuenta de que la censurada prensa publicaba notas sin mayor explicación sobre nuevas obras en el camposanto, y con un viejo medio charrúa, mestizo de los indios de tal nombre que poblaron la Banda Oriental rioplatense, di en entender de mano de mi guía y los destripaterrones, el misterio del cementerio removido

    Un hacendado gallego, poderoso en tierras, casas, ganado bovino, muebles, joyas y dineros en efectivo, viudo y con notable prole, lo vendió todo adquiriendo lingotes de oro. Abierto el testamento tras su muerte encontraron un plano entre esotérico y criptográfico, sobre la ubicación del tesoro a partir de su propio mausoleo, con abstrusas indicaciones sobre horarios de verano e invierno, solsticios, inclinaciones de luces cenitales sobre determinadas cruces o árboles. Lo primero que hicieron los hijos fue acordarse poco cristianamente del padre, y a continuación exhumar una noche su cadáver, registrando infructuosamente hasta el cajón. 

    La intendencia (Ayuntamiento) de Montevideo esgrimió su propiedad sobre el camposanto y la tierra que hubiera debajo de las tumbas, aunque fueran perpetuas, y al fin llegó a un acuerdo con las familias en trance de desheredación, dando licencia para el zanjeo y la excavación, menos de las restantes tumbas, a cambio del cincuenta por ciento de lo encontrado. Hoy serán los tataranietos del hacendado quienes de vez en cuando retoman las obras fúnebres mientras el difunto ha logrado que sus deudos no le olviden jamás, e incluso lloren por él, pero de rabia encendida. La historia es cierta en todo punto aún cuando pudiera catalogarse de realismo mágico, y les incito a visitar el cementerio si viajan a Uruguay, por darme noticia última de cómo van los soterramientos en busca del tesoro perdido generación tras generación.

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    Revista nº3

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