jueves, noviembre 21, 2024
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    ESPECIAL NÚMERO 100

    El seiscientos y los minipisos

    En este año el Seat 600 ha cumplido cincuenta años. Seiscientos meses para el 600. Todo es y era redondo en este coche: las cifras, las formas. Pequeño, regordete, simpático y bastante coqueto. A muchos hombres nos gustan las mujeres así. No es extraño el éxito que tuvo. Pesaba seiscientos kilos, de ahí su nombre.

    A principios de siglo los estadounidenses sacaron el Ford T. Más tarde, en los años 30, los alemanes fabricaron el Escarabajo. Nosotros, más modestos y tardíos, tuvimos el 600 en los años 50, y ni siquiera lo inventamos: su origen es italiano. Dejó de fabricarse en 1973, cuando aún tenía éxito, una de esas decisiones de ejecutivos geniales que, por mucho que me las expliquen, nunca alcanzo a comprender. Llegó a suponer casi el 50% del parque automovilístico nacional. De niño, yendo en coche –en un 600, evidentemente- me entretenía mirando los quitamiedos –imaginaba que eran las cartucheras de los Cartwright, los de Bonanza- y contando los 600 aparcados. Había, según mis cuentas, unos dos por cada diez. De todos los colores.

    Un 600 costaría, al cambio de hoy, alrededor de 24.000 euros. Los coches no sólo son ahora mucho mejores e infinitamente más cómodos, sino que también son más baratos. Otras cosas han subido, los tomates y la vivienda, por ejemplo. Y cuando uno piensa en la vivienda, inmediatamente se acuerda de la ministra, María Antonia Trujillo, y aquella solución que propuso, solución que sólo sirvió para que todos la conozcamos (que, bien pensado, no es poco). Me refiero, claro, a los “minipisos”, definidos por ella como “soluciones habitacionales imaginativas” de 25 metros cuadrados, que se adaptarían perfectamente a la “estructura familiar” del siglo XXI. Aunque causó una general rechifla, y más al saberse que su despacho tenía 77 metros, y que se había mudado a un “apartamento” de 280, no estaba tan mal pensado: en realidad, ahora mucha gente vive sola, o sin hijos, o sólo con uno. Pero la ministra no contaba con que nos hemos hecho comodones, cuando antes éramos acomodaticios. ¿Quién haría ahora un viaje de 600 kilómetros en verano, en un 600 cuyo motor se calentaba y obligaba a parar cada poco, sin aire acondicionado, por carreteras de un carril que atravesaban todos los pueblos que salían en el mapa y alguno más, con la suegra, cuatro niños berreando, vomitando, amenazando con hacerse pis y preguntado cuánto falta cada dos minutos? Yo no, desde luego. Nuestros padres estaban hechos de otra pasta. En casa hubo dos 600, uno blanco –el primero- y otro beige. Nunca llegué a conducirlos, murieron antes de que cumpliera los dieciocho, pero mis hermanos mayores, sí. A mí me tocó aprender con sus sustitutos, el 133 y el 127, más duros, más antipáticos, más feos también, menos 600, en dos palabras.

    Cuando yo era pequeño, a mediados de los sesenta, veraneaba con mis numerosos hermanos y bastantes de mis primos en Camorritos, en una casa de nuestra abuela. A veces íbamos al cine o a dar una vuelta a Cercedilla, por un corto camino de tierra y una estrecha carretera. En una de esas ocasiones, nos metimos doce en un 600. Si alguna vez nuestra familia tuviera un escudo, yo propondría esta imagen, pues nunca hemos hecho hazaña mayor. Yo creía que habíamos ido a ver una de Cantinflas, el mundo no es tan redondo como para que hubiéramos ido a ver Una noche en la ópera, la del camarote de los Marx, pero mi madre recuerda que nos subimos tantos para bajar a la feria. Unos inclinados hacia delante, otros pegados al respaldo, la mayoría entre los cinco y los ocho años, encima unos de otros -menos la conductora, mi madre-, con codos y rodillas en las caras, en las costillas, en todas partes, e, imagino, con las ventanillas abiertas, para sacar las cabezas y los brazos que no cupieran dentro. En la feria nos subíamos en los coches de choque. La diversión de los pueblerinos era ir a cazar a los veraneantes, sin importar su edad. Alguno de nosotros tiene alguna cicatriz, producto aquellas embestidas.

    Cierto día, mi hermano Antón invitó a sus amigos a casa, y les enseñó muy orgulloso su cuarto. Cuando uno comentó que era muy pequeño, respondió: “Es que sólo es para cuatro”. Eran, quién lo duda, otra época. Si la ministra hubiera hablado a aquellas generaciones, quizá lo de los minipisos no habría parecido tan disparatado, por lo menos en mi familia. ¡No quiero ni pensar cuántos habríamos cabido en uno de esas soluciones habitacionales imaginativas! Pero el mundo es extraño. Cuando éramos muchos, éramos capaces de apretarnos. Ahora que las familias tienen muchos menos miembros, necesitamos más espacio. Así no hay quien gobierne.

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