El Estado se enfrenta a su propia continuidad tal y como lo conocemos. Es complicado concebir un Estado en democracia que no sea un Estado de Derecho. Y es complicado dejar de pensar de esa forma porque lo cierto es que gracias a Dios son ya muchos los años de continuidad en un tipo de Estado español basado en la democracia liberal que construye la propia estructura de ese Estado como parte de la defensa de la esfera privada de la persona: de sus derechos y libertades.
Pero los nuevos tiempos, lo cierto es que han modificado esa tendencia. Y hoy por hoy, el Estado emprende un nuevo rumbo. Unos lo calificarán de más protector. Otros lo haremos de invasor de la esfera privada. Y otros, desde una ideología u otra, pensaremos que, al margen de posicionamientos basados en el pensamiento político, resulta insostenible desde el punto de vista financiero y económico debido a su insaciable ampliación de competencias, poder y esferas.
El nuevo Estado se enfrenta así a su redefinición. Porque son muchos quienes esperan que ese Estado deje de ser la mínima expresión necesaria para garantizar la defensa de las libertades personales y pase a ser el garante de todas nuestras necesidades. El hacedor de nuestro bienestar. De viviendas sociales, de rentas mínimas, de pensiones no contributivas, de becas para todos, etc.
Esa es la proclama social que hoy avanza. Y son muchos los que consideran que sólo así se podrá garantizar el bienestar en un mundo plagado de retos.
Pero todos ellos deberían pensar diversas cuestiones. Porque si el Estado entra en nuestras vidas -y bolsillos- hasta el punto de ser el garante pleno de nuestro bienestar y equiparación total, ¿qué valor tendrá el esfuerzo? ¿Quién premiará al que más o mejor trabaja? ¿O quién decidirá esforzarse más si el premio a ese sacrificio es nimio o incluso inexistente?
Hoy por hoy, el Estado emprende un nuevo rumbo. Unos lo calificarán de más protector. Otros lo haremos de invasor de la esfera privada. Y otros, desde una ideología u otra, pensaremos que, al margen de posicionamientos basados en el pensamiento político, resulta insostenible desde el punto de vista financiero y económico
El Estado ha pasado a lo largo de la historia de no asistir a los necesitados reales, a ser asistencial de los más necesitados. Y de ayudar a quienes carecían de oportunidades, a equiparar a todos por la vía de elevar las prestaciones de los menos favorecidos a costa de retirar recursos a los más favorecidos.
Pero lo ha hecho sin llegar a preguntarse si esa pretendida igualación, basada principalmente en la exigencia, cada vez mayor, de esfuerzos fiscales a quienes logran mayores rentas, está matando la competitividad, aniquilando el esfuerzo, anulando las ganas de sacrificarse por un presente y un futuro.
Y lo cierto es que, a medida que el premio se reduce y el esfuerzo por él aumenta, son menos los que deciden pelear. Y, por lo tanto, menos los que superan una teórica y pretendida media, provocando de inmediato la rebaja de esa media de recursos para toda la población.
Esa consecuencia ya ha empezado a producirse. Por eso los aumentos de prestaciones sociales han ido permanentemente acompañados de incrementos de los niveles de deuda pública. Porque no ha habido aumentos de productividad o recaudación paralelos a los incrementos de gasto público.
Porque el castigo fiscal es cada vez mayor y acaba aniquilando la propia fuente de recaudación. Y el premio, por lo tanto, acaba siendo menor. Para todos los que pelean por él. Y para quienes esperan vivir de las rentas superiores a las suyas.
El Estado ha crecido, de este modo, aniquilando su propia capacidad de financiación. Y asfixiando la del sector privado. Y ese es su principal reto: el de no crecer contra la libertad y la esfera privada. El de no matar su propia capacidad de financiación y, por lo tanto, su continuidad por no encontrar un equilibrio entre su necesaria existencia mínima y la igualmente necesaria existencia máxima de libertad.
Carlos Cuesta