sábado, noviembre 23, 2024
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    ESPECIAL NÚMERO 100

    Miré el Reloj

    Marcaba las dos y treinta y nueve minutos de la madrugada en Bagdad, aunque nunca nos pusimos de acuerdo sobre la exactitud de la hora en que empezó la primera guerra del Golfo. Me asomé a la terraza. Un frío húmedo llegaba desde el río Tigris. Había empezado, con el cielo iluminado “como un árbol de Navidad”, el ataque de los Estados Unidos sobre Irak. Fue hace doce años. Balas trazadoras del fuego antiaéreo, aviones “invisibles” y visibles, señuelos, fulgores del rojo, anaranjado, amarillo, gris. La coreografía de la guerra moderna. Pronto el olor a pólvora y cordita alcanzó la terraza del hotel. Todo era niebla a mi alrededor. La luz se vino abajo, se cortaron las comunicaciones. Sobre el puente que tenía frente a mí, un pobre y enloquedido conductor corría desesperado hacia la salvación bajo el estruendo de las bombas y los misiles de crucero. 

    El primer bombardeo interrumpió mi lectura del libro de Edward Mortimer “Fe y poder” (El Islam y la política). Justo lo había dejado allí donde decía: “El Islam no es sólo una religión, es un modo de vida, un modelo de sociedad, una cultura, una civilización. El Islam no puede reducirse a una “Iglesia” cuyas relaciones con el Estado se pueden codificar en un Concordato. El Islam es el estado”. En efecto, el Islam lo es todo, hasta el aire que se respira no sólo en sus mezquitas, sino en sus calles, en las dunas, en los últimos espacios del riguroso desierto en el que nació Mahoma. Mientras caían las bombas de la Tormenta del Desierto, era un buen momento para rememorar la larga relación con los países del Islam. Treinta años atrás recordaba los discursos de Gamal Abdel Nasser para el universo árabe a través de Radio El Cairo, las canciones de acompañamiento de Um Kalsum, el fermento nacionalista que recorría el mundo musulmán desde las Columnas de Hércules hasta Indonesia. Había visto a los fieles inclinados en dirección a la Meca en medio de las grandes concentraciones urbanas (Dios es grande) hasta en la última mezquita a punto de ser desintegrada por el sol. 

    Mientras el mundo occidental perdía fe, el musulmán se aferraba a ella, ganaba terreno con la “shahada” “no hay más Dios que Dios y Mahoma su profeta”. Había visto a parte de los mil millones de musulmanes en el ayuno y la abstinencia del mes sagrado del Ramadán, los había visto después de tender su esterilla en un aeropuerto, una plaza o una franja del desierto, rezar con devoción. Los acompañé, también en decrépitos barcos de fortuna en su peregrinaje a Jeda, camino de la Meca. Era una religión que iba a más, llena de irredentismos y salvadores, con el Corán en una mano y el AK 47 en la otra. Había, y hay, otro Islam pero no mete ruido. 

    El grito de Allahu Akbar resonaba en todos los minaretes, como una sola voz. Estuve en el Beirut de la guerra de religión persiguiendo al fantasma de Arafat, en la caída del Sha de Irán, que se fue al otro mundo sin comprender cómo un imam zarrapastroso llamado Jomeini, con gran capacidad de mística convocatoria, pudo movilizar a los pobres y a la clase media. Caído el comunismo, los expertos occidentales señalaban a los islamistas como el gran peligro del futuro. 

    Viajé a Afganistán para seguir con mi amigo el comandante guerrillero de Alá, Abdul Haq, (al que los talibanes asesinaron el año pasado), las operaciones contra el gran Satán comunista. Los soviéticos mordieron el polvo y no levantarían cabeza. Fui testigo de un par de guerras entre árabes e israelíes, en el irresuelto problema de Palestina, al que EE.UU. no pone remedio, acudí a El Cairo cuando mataron al presidente Sadat, el mismo que había firmado la paz con Israel. Lo que esas guerras y esas muertes anunciaban era un Islam, que recuperado de la siesta secular y dedeñoso de la modernidad, pedía sitio frente al Occidente pagano a golpe de casetes, gritos, bombas y balas. Islam significa sumisión a Dios, pero no al hombre del “Occidente blasfemo y culpable”. “No nos son necesarias las leyes, ni los partidos políticos, ni las constituciones. El Islam contiene todo eso” proclamaba Jomeini en sus prédicas grabadas. Veinte años después Ben Laden siguió, a su modo, con horribles atentados, el llamamiento a la revolución islámista, los mismos pasos y las mismas voces. Esta pelea que los extremistas de Alá quieren que sea total entre el Islam puro y el Occidente corrupto y descreído, vino aquí para quedarse, para sustituir a la guerra fría, para poblar nuestros sueños de pesadillas. Esa es la materia de la que están hechos nuestros sueños-pesadillas ahora, gracias a la ayuda de los ángeles exterminadores que atizan el fuego: los fundamentalistas rabiosos del Islam y los principes cristianos de la guerra.

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    Revista nº14

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