sábado, noviembre 23, 2024
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    ESPECIAL NÚMERO 100

    Historias de familia

    Pido licencia para hablar de mí, que al fin y al cabo y como decía Miguel de Unamuno, soy la persona que tengo más cerca. De antiguo se guarda en mi familia una especial devoción y reverencia al Registrador de la Propiedad. Esa fue una vocación de pionero. Mi bisabuelo don Benigno Díez y Sanz de Revenga fue el primer Registrador de la Propiedad de España, porque alcanzó el número uno de la primera promoción de Registradores, que debió salir del horno allá por los primeros albores de los años 70, quizá en el 71. Naturalmente, me refiero al año 71 del siglo XIX, “siglo de la inquietud y el movimiento”, que no sabía bien el poeta lo que nos esperaba en el XXI. Don Benigno tuvo su primer Registro en Chinchón, y luego vino a dar en Murcia, su tierra y la mía.

    En realidad, los apellidos completos de mi bisabuelo son “Díez y Sanz Guirao de Revenga”, o sea, que es uno de esos sujetos de apellidos largos al decir de Alonso Guerra, quien por lo visto mantiene especial aversión hacia los apellidos largos, y pretende hacer con todos los españoles de varios patronímicos aquello que Quevedo hizo con el Doctor don Juan Pérez de Montalbán: “El doctor tú te lo pones, el Montalbán no lo tienes, y así quitándote el don vienes a quedar Juan Pérez”. Alfonso Guerra quiere dejarnos a todos en Juan Pérez.

    Mi bisabuelo don Benigno Díez y Sanz de Revenga fue el primer Registrador de la Propiedad de España, porque alcanzó el número uno de la primera promoción de Registradores

    El hijo de don Benigno, mi abuelo, padre de mi madre, unió el Díez Revenga, porque toda mi parentela era conocida en Murcia como “los Revenga”. Don José Zorrilla, en la dedicación de su libro “De Murcia al cielo” encarga al conde de Roche: “Dé usted recuerdos a mis parientes los Revenga”. Mi abuelo, Don Emilio Díez de Revenga y Vicente, diputado a Cortes del partido conservador y de la minoría ciervista, fue Director General de los Registros y del Notariado, y ese es un suceso más en nuestros lazos “registrales”, que ahora se prolongan en mi hijo, Emilio Campmany y Bermejo, Registrador de la Propiedad, a quien cito sin añadir sus apellidos tercero y cuarto para no irritar demasiado a Alfonso Guerra. A mi abuelo Emilio deben los registradores alguna gratitud por motivo del arancel, circunstancia que ahora disfruta su bisnieto.

    La razón de haber sido mi bisabuelo Registrador de la Propiedad es una razón de amor. Se enamoró de mi bisabuela, doña Laura de Vicente y Selgas, sobrina bellísima, cultísima e impertinentísima del poeta y académico José Selgas, cuando la niña todavía no había llegado a los 19 años. Mi bisabuelo, ya abogado, trabajaba en el bufete de su padre, llamado Ezequiel, penalista de fama en la zona, y a la joven Laura no gustaba que su futuro marido dependiera económicamente del estipendio que quisiera asignarle su padre. La verdad es que no tengo noticias acerca de la liberalidad o mezquindad de mi tatarabuelo Ezequiel, y no sé si se estiraba poco o mucho en retribuir a su hijo los servicios que prestaba en el bufete. El caso es que mi bisabuela Laura, casi niña, conminó a su pretendiente Benigno a independizarse del padre y le aconsejó presentarse a la oposición a Registradores de la Propiedad que se convocaba por primera vez.

    La bisabuela sobrevivió, no solamente a su marido el Registrador, sino a sus cinco hijos, y se quedó a vivir hasta su muerte, a los 92 años, en casa de mi madre

    La pretendida prometió no salir de casa (sólo a misa temprana) durante los seis meses que faltaban para la convocatoria de exámenes, y durante ese tiempo los futuros novios y esposos no se verían ni de lejos. A los seis meses, el joven y estudioso Benigno obtuvo el número uno en la oposición y se casó enseguida con la joven e impertinente Laura, fueron felices y tuvieron cinco hijos. Don Benigno no vivió largo tiempo. Murió de un descomunal entripado que le acometió en la fiesta de San Lauro, onomástica de su mujer, celebrada siempre con entradas, condumios, manjares, postres, sobrecomidas y golosinas como para poner a prueba heroica galillos, estómago y demás vísceras. El 18 de agosto, a las dos de la tarde y en Murcia, el termómetro puede subir por encima de los 40 grados a la sombra. Después de comer, el bisabuelo se sentó en un sillón de enea a la puerta del Círculo Católico a esperar el paso de un soplo de vientecillo fresco. Sólo llegó el frío de la muerte.

    La bisabuela sobrevivió, no solamente a su marido el Registrador, sino a sus cinco hijos, y se quedó a vivir hasta su muerte, a los 92 años, en casa de mi madre, que era su nieta mayor. Cuando murió, yo tenía 17, y ya había aprendido de ella el amor a la poesía, el gusto por el ajedrez, la ciencia del tresillo, la exigencia en el estudio y algo de su refinada impertinencia. Como ella era leída y escribida, cuando un bisnieto estudiaba poco, decía cruelmente que estudiaba “la carrera de intonso”, que se iba a quedar para escardar cebollinos y le presentaba constantemente el ejemplo del bisabuelo, primer Registrador de España, y del abuelo, doctor en Derecho a los 21 años. Me contaba una y otra vez la historia de su noviazgo y la muerte del primer Registrador, y me hacía leer en voz alta unas cartas sobre consultas jurídicas que don Benigno se había cruzado con don José Planas y Casals, número dos en aquella primera oposición de Registros. Murió de vieja, como “una vela que se apaga”, mientras se persignaba con mi mano cogida con la suya, ya débil y casi fría.

    Ahora, que he terminado, no sé por qué cuento todo esto.

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    Revista nº8

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