miércoles, noviembre 27, 2024
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    ESPECIAL NÚMERO 100

    Toreo al natural

    Acaso por haber nacido con ello y vivir en ello sea el español quien menos se pregunte por lo que sea o no el toreo, algo que no es propiamente lo que se ha llamado “la fiesta de los toros”. Y no es porque esta fiesta sea, como tantas veces se ha dicho, trágica, dramática, espeluznante, sino porque, a menudo, el toreo, el verdadero torear, está si no reñido con la fiesta, sí alejado de ella, teniendo lugar ese verdadero torear a pesar incluso de la fiesta.

    A lo largo de siglos, el toreo se ha ido decantando para alcanzar su ideal, que, como ocurre siempre en toda manifestación superior del hombre, no es otro que la naturalidad. Hablamos del toreo al natural y apenas reparamos en lo que se dice. Y no sólo porque sea ese modo de torear el admitido como más depurado, sino por declararnos hondamente la esencia del toreo, eso que a tantos se les escapa. A saber: que el toreo no es cultura, una manifestación de la cultura más o menos depurada a través de los tiempos, sino naturaleza, algo vivo que parece estar naciendo completo a cada momento, en el presente.

    Lo sentimos así, ciertamente que muy de tarde en tarde (como sólo muy de tarde en tarde leemos una gran novela o poema naturales, o vemos una gran pintura natu-ral, o escuchamos una gran música natural). Advertimos entonces que lo que se produce entre el hombre y el animal, esa rara armonía, esa especie de comunión entre el hombre y el toro, tan dionisíaca, tiene que ver con algo que trasciende a uno y a otro, al hombre y al animal, a lo humano y a la cultura. Y no es sólo la belleza de esos lances lo que nos conmueve y sobrecoge, sino la felicidad de que una cosa así, tan excepcional, sea posible, que en medio de la lucha, dos criaturas se olviden de sí mismas para crear símbolos del coraje, el desinterés, la nobleza, el esfuerzo… Diríamos incluso que se alcanza por el camino más difícil, que es el de los gestos dramáticos y un tanto exagerados que son propios de esa disciplina llamada tauromaquia. Al fin y al cabo, el novelista, el poeta, el músico, el pintor, el escultor desarrollan su creación un tanto orillados y sin mayores aspavientos, sin toda esa puesta en escena de trajes de luces de guardarropía teatral y monteras desusadas, capas aparatosas, zapatillas de bailarina, corbatas extravagantes y un estoque curvo que parece parte del instrumental ostetricio–veterinario más que una noble espada. Y, sin embargo, advertimos que a donde llega el toreo es al mismo lugar que otras artes. Por esa razón incluía Ramón Gaya el nombre de Manolete, a quien vio torear en Méjico, al de Pastora Imperio, Velázquez, Rosales, Juan Ramón Jiménez o Gutiérrez Solana, es decir, como parte de lo que él llamó “milagro español”, considerando lo que, al comienzo de esas líneas, se decía: que el toreo es naturaleza y no cultura, o sea, que forma parte del ser del hombre y no de la artificialidad de la cultura, de eso a lo que él se refería con cierto desdén como “arte artístico”. Claro que cuando el verdadero toreo se produce suele tener lugar en medio de esa fiesta, o sea de la cultura, y a menudo a pesar de la fiesta y de la cultura, del ruido, de los periódicos y gacetilleros, del humazo de los puros, de esos pasodobles ejecutados sin conmiseración y, sobre todo, a pesar del público, la parte, qué duda cabe, más alejada de la naturalidad y más partidaria de la fiesta, de la cultura, del humazo, de los pasodobles y de sí mismo, lo que a muchos nos llevó a añorar aquel to-rear de Belmonte, solo, en el campo, a la luz de la luna, tal y como lo contaba Chaves Nogales. 

    Cierto que a veces ocurre algo paradójico. Todo en el toreo parece montado en una paradoja, y lo que es natural, el verdadero toreo al natural, puede verse favorecido por todo ese estrépito, todo ese colorido festivo y sus fanfarrias, estimulando, quién lo diría, la música callada (otra paradoja) del toreo. Pues lo natural, el toreo al natural es indiferente incluso a esas circunstancias y lo mismo le da plaza chica que grande, música de banda o de tamboril, público entendido o necio. Y no porque sea un arte puro, que nace para sí mismo y su torre de marfil. No, lo verdaderamente natural es que nazca, que esté vivo, que sea una creación, algo lleno de vida propia llegado hasta nosotros para formar parte de nuestra propia vida.

    Ocurre, sin embargo, que, a diferencia de otras manifestaciones de la naturalidad humana, el toreo tiene un destino único. La tragedia no es tanto que pierda la vida un animal como suponen los abolicionistas de la fiesta, o que pueda perderla el torero, como a menudo quiere ese público un tanto plebeyo amante de la sangre y de las tragedias baratas, sino que a diferencia de la poesía, la música o la pintura, que nos dejan en una partitura, un libro o un lienzo vivos ese espíritu de la naturaleza, en el toreo se diría que desaparece la obra misma a medida que se está haciendo, como si la naturaleza se destruyera a sí misma mientras se crea. No es más, claro, que un espejismo, otra más de las paradojas. Lo natural, la naturaleza no puede desaparecer jamás. Sólo que, por un momento, nos lo parece; al rato vemos que la idea de la obra, el recuerdo de la obra, no desaparecen nunca. Estas son indestructibles. Por eso decimos, por un lado, que el toreo es idealismo (la carne hecha idea), y por otro, que el toreo es pasado y tanto más irrepetible cuanto más natu-ral y más vivo, misterio y milagro que explican la profunda melancolía que rodea la llamada fiesta de los toros.

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    Revista nº41

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