La Constitución española de 1978, que en su cuarenta aniversario –que gozosamente debemos celebrar y celebramos- podemos ya considerarla, además de adulta, madura y con algunas canas constitucionales -si me permiten la licencia literaria- contiene, en diversos de sus artículos, elementos de Derecho internacional público. Es éste un extremo que los constitucionalistas puros no suelen destacar, pero que, por deformación profesional –soy diplomático de carrera desde hace un cuarto de siglo- y iusinternacionalista vocacional, yo si hago.
Uno de esos artículos es el artículo 63 de nuestro Texto Fundamental en el que se recogen, lo que podríamos denominar, las tres clásicas atribuciones de todo jefe de Estado –en este caso, de S.M. el Rey- según el Derecho internacional general: el derecho de legación, el treaty-making power o la capacidad para obligar al propio Estado por medio de tratados internacionales y el ius belli ac pacis o poder de guerra y paz.
1. El Rey acredita a los embajadores y otros representantes diplomáticos. Los representantes extranjeros en España están acreditados ante él.
2. Al Rey corresponde manifestar el consentimiento del Estado para obligarse internacionalmente por medio de tratados, de conformidad con la Constitución y las leyes.
3. Al Rey corresponde, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz”.
Pero estas tres atribuciones del Rey en el ámbito internacional no pueden ser entendidas –como veremos a lo largo de las próximas páginas- sin la referencia al ius representationis omnimodae presente en el artículo 56.1 y que curiosamente el constituyente decidió situar en un artículo genérico –el primero del Título II- y no en el 63.
1. El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes.
Nuestro constituyente fue consciente de esa realidad jurídico-normativa preexistente y trató de plasmar la misma en el texto constitucional. Lo hace con fidelidad a los contenidos, pero no con el rigor jurídico que quizás hubiera sido exigible a una apuesta jurídica de relevancia extrema como es la redacción de un marco normativo de convivencia política que define todo texto constitucional de raíz democrática.
En el momento de identificar qué poderes internacionales reconocer al jefe del Estado, el constituyente del 78 no tuvo necesidad de constitucionalizar ex novo unas competencias exteriores determinadas. Al contrario, el Derecho internacional general, el constitucionalismo comparado y el constitucionalismo histórico español le daban respuestas –y muy específicas- a sus preguntas.
El Derecho internacional general reconociendo a todo jefe del Estado, por el mero hecho de serlo, una serie de poderes en el ámbito exterior; el constitucionalismo histórico español traduciendo esas competencias a momentos históricos determinados; y el constitucionalismo comparado haciendo lo propio desde la óptica de los diferentes sistemas políticos por los que apostaban y, en su virtud, de los diferentes modelos de jefatura del Estado que definían.
Pero vayamos por partes.
En primer lugar, cabe señalar que, como apuntaba al principio de estas páginas, el Derecho internacional general reconoce de oficio hasta cuatro potestades a todo jefe de Estado por el mero hecho de serlo. A saber: ius representationis omnimodae, ius legationis, treaty-making power y poder de guerra y paz. Cuatro potestades que no son sino la consecuencia de un hecho concreto: el reconocimiento, en el ámbito internacional, al jefe del Estado de la capacidad de comprometer jurídica y políticamente al Estado del que es máxima autoridad. Ahora bien, estas cuatro potestades no dejan de ser una única con tres consecuencias jurídico-internacionales. La única y suprema: el ius representationis omnimodae; sus poderes derivados: el derecho de legación, el treaty-making power y ius belli ac pacis o poder de guerra y paz. Ello no deja de ser lógico, en la medida en que ninguno de los que podríamos denominar poderes derivados tendría sentido si antes que ellos no existiera un poder originario del que derivar. No puede haber capacidad para concluir tratados, para acreditar o recibir embajadores o para, teóricamente, declarar la guerra o hacer la paz si previamente no se le reconoce a ese órgano supremo, al jefe del Estado, la capacidad para representar internacionalmente a su país. Por ello, comparto la aproximación de WATTS cuando define al ius representationis omnimodae como un “competencia general” frente a las tres competencias específicas que de aquella se derivan1. No obstante, no podemos olvidar que las todas -y cada una- de las competencias apuntadas no pueden entenderse sin las limitaciones, características y condiciones de ejercicio que el Derecho interno de cada Estado prevea para cada una de ellas. Es lo que se conoce en derecho Internacional como el Principio de Autoorganización.
En segundo lugar, no hay que olvidar que el constituyente español del 78 también se encontró sobre su mesa de trabajo un corpus iuris formado por todas las referencias a las potestades del jefe del Estado –Rey o presidente de la República- presentes en los textos de nuestro constitucionalismo histórico. Fueron esenciales –o debieron serlo- para su labor los artículos dedicados a la cuestión en las constituciones de 1812, 1834, 1837, 1845, 1869, el proyecto de constitución de la Primera República, la de 1876 o -ya en el siglo XX- la Constitución de la Segunda República o el muy particular sistema de Leyes Fundamentales al que, sin conformar una Constitución propiamente dicha, algunos autores califican de “cuerpo legal de carácter constitucional”2. En líneas generales cabe señalar que los constituyentes españoles del XIX no fueron particularmente originales en la recepción de las normas generales del derecho internacional en la materia y se limitaron a redactar, en sintonía con el constitucionalismo de la época, unos poderes exteriores relativamente limitados. Sin embargo, con la Constitución de 1931 se produce una auténtica revolución jurídica en lo que a los poderes exteriores del jefe del Estado se refiere. Y esta revolución no sólo es producto del carácter republicano, frente al tradicional monárquico, propio de nuestra historia constitucional, del jefe del Estado, sino también del conjunto de atribuciones y limitaciones exteriores reconocidas a la máxima magistratura del país.
Y, en tercer y último lugar, cabe destacar que el constituyente también pudo contar con una referencia de la máxima relevancia: el Derecho constitucional comparado existente y la respuesta que los constituyentes de nuestro entorno dieron a la cuestión de las potestades internacionales de sus respectivos jefes del Estado. En un recorrido jurídico-constitucional por los países de nuestro entorno, e independientemente de que el sistema político elegido para sus respectivas configuraciones político-constitucionales sea parlamentario, presidencialista, semipresidencialista, convencional o, incluso republicano o monárquico, resulta evidente que el papel que juega el jefe del Estado en las relaciones internacionales es, salvo en el caso del presidencialismo o del semipresidencialismo –en ambos se accede a la jefatura del Estado por sufragio universal-, muy similar a lo que debía ser el español.
Tres referencias jurídico-doctrinales básicas que tendrían que haber permitido a nuestro constituyente redactar un –o varios- artículos que recogieran las competencias internacionales del jefe del Estado de forma impecable.
Sin embargo, considero que el trabajo quedó a medio hacer. El resultado no fue lo suficientemente ajustado a derecho internacional, por lo que la redacción actual adolece de algunos errores jurídico-técnicos que podrían llegar a ser subsanados en una eventual futura reforma de la Constitución.
En este sentido, una propuesta de redacción alternativa –y en un solo artículo consolidado- sería la siguiente:
“El Rey asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y en virtud de ello:
1. Acredita a los embajadores y representantes permanentes de España. Los embajadores extranjeros en España están acreditados ante él.
2. De conformidad con la Constitución y las leyes, manifiesta el consentimiento del Estado para obligarse internacionalmente por medio de tratados, cuando éstos sean concluidos mediante alguna de las formas solemnes propias de nuestra práctica convencional.
3. Previa autorización de las Cortes Generales, le corresponde acordar el uso de la fuerza armada de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas”.
Termino, y lo hago reconociendo que la apertura del melón constitucional y, más concretamente, del Título II es políticamente sensible y requeriría unas mayorías políticas y sociales no siempre fáciles de construir. Pero una redacción como la propuesta –el estudio de su fundamento exigiría un espacio mucho más largo que lo que estas páginas permiten- adecuaría nuestro texto fundamental al Derecho internacional y por tanto al fondo y forma de un Preámbulo constitucional que consagra la voluntad de la Nación española de “colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra”, y, es evidente, que nada de ello puede hacerse al margen del Derecho internacional.
1 Watts califica al ius representationis omnimodae de “general competence” o incluso de “a more general quality” frente a las tres restantes potestades, en Sir ARTHUR WATTS, “The legal position in international law of Heads of State, Heads of Government and Foreign Ministers”, en Recueil des Cours de la Académie de Doit International, 1994-III, pág. 31.
2 JUAN CARLOS PEREIRA, Introducción a la Política Exterior de España (siglos XIX y XX), Akal Editor, Madrid, 1983, pág. 91.
Miguel Fernández-Palacios M.