El derecho a ser olvidado

¿Quién inspiró la redacción, escueta y clara, del art. 18.4 CE cuando dice que la ley limitará el uso de la informática para garantizar el ejercicio de los derechos fundamentales, en especial la protección del honor y de la intimidad? Ciertamente la Constitución portuguesa, inmediatamente anterior, ya contemplaba este supuesto. Pero tuvieron gran visión de futuro nuestros constituyentes de 1978 al considerar materia constitucional una tan incipiente realidad. 

En efecto, los ordenadores eran entonces unas complicadas y voluminosas máquinas que sólo unos pocos, en grandes empresas o centros de investigación, sabían manejar. Los primeros ordenadores personales, aún muy rudimentarios, no se comercializaron hasta 1981. Pero el vuelco definitivo se produjo una decena de años más tarde con la popularización de la red internet y, ya entrado el siglo XXI, con el desarrollo y multiplicación de las demás redes sociales. Un mundo nuevo y distinto, muy distinto, pasaba a formar parte de nuestra vida cotidiana. 

Curiosamente, la Constitución ya pareció intuir estas transformaciones. Sin embargo, esta ley que debería limitar “el uso de la informática” para proteger derechos fundamentales se demoró hasta 1992, cuando se aprobó la Ley Orgánica que regula el tratamiento automatizado de datos (LORTAD). En el entretanto, había que interpretar este brevísimo pero sustancial art. 18.4 CE a la luz del Convenio del Consejo de Europa de 1981, que tampoco decía añadía mucho pero sí lo suficiente para que nuestro Tribunal Constitucional le sacara un importante jugo en su tardía STC 254/1993, dictada pocos meses después de la publicación de la LORTAD. 

El contenido sustancial de este bloque normativo está basado en los principios de consentimiento, necesariedad, proporcionalidad y calidad de los datos. Los derechos que garantizan su protección son el de acceso a los archivos de datos, el de rectificación de los mismos y, en su caso, el de cancelación. 

Así pues, conforme las tecnologías informáticas se iban desarrollando vertiginosamente, los conflictos jurídicos aumentaban debido a los muy diversos e inesperados supuestos que ofrecía la vida diaria. Las redes sociales aumentaban los conocimientos de las personas y facilitaban de forma increíble sus posibilidades de comunicación pero, a su vez, pasaban a constituir un peligro potencial para su privacidad, una parcela básica de la libertad personal. 

Entre los agentes de estos múltiples peligros destacaban los llamados “motores de búsqueda” de la información, los populares “buscadores”, el más conocido de los cuales es Google. Sin embargo, ¿cuál era su responsabilidad en las vulneraciones de derechos fundamentales? Es decir, ¿eran meros instrumentos de trasmisión de informaciones elaboradas por otros, en los cuales recaía la responsabilidad, o también ellos debían afrontarla y los afectados en sus derechos se les podían dirigir para demandarla? 

A esta cuestión dio debida repuesta la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE c-131/2012 en la que se reconoce la capacidad de ejercer los derechos de oposición y supresión ante estos “motores de búsqueda” estableciendo con claridad que debe prevalecer el derecho del titular de los datos tanto sobre el mero interés económico del buscador como sobre el interés de los internautas en acceder a ellos. Sin embargo, añade la sentencia, en ciertos casos los derechos del titular de los datos deberán ceder en razón de la naturaleza de la información o del papel que ocupe el titular de los datos en la vida pública. En definitiva, se trata de una interpretación coherente con la teoría general para la resolución de las colisiones entre la libertad de expresión y la garantía de los bienes jurídicos honor e intimidad. 

Esta jurisprudencia, constituyó la base para regular esta materia en el Reglamento Europeo de Protección de Datos que entró en vigor el pasado mes de mayo. En su art. 17 se plantea el “derecho al olvido”, es decir, el derecho que se genera a favor del afectado por un dato, veraz en su momento y que consta en un archivo, para que este sea borrado ya que “el trascurso del tiempo” lo ha convertido en irrelevante, carece de finalidad y ha pasado a ser un dato innecesario que no debe estar expuesto a la mera y arbitraria curiosidad de un consultante. En este caso, si no se excede de los límites que dicho artículo señala –además de los límites generales- este afectado, de acuerdo con la jurisprudencia europea, que recoge a su vez la STC 58/2018 del pasado 4 de junio, puede reclamar su cancelación. 

Todo ello nos recuerda viejas y hermosas canciones. En efecto, a medida que pasa el tiempo (as time goes by), y no sólo por la distancia, el derecho nos concede la facultad de ser olvidados, podemos llegar efectivamente al olvido.

Francesc De Carreras