«Guardo en mis raíces familiares la admiración por el mundo del derecho»
Si el gremio de Editores te encarga un Manifiesto por la lectura (Siruela, 2020) es que algo muy importante puedes decir sobre ella, y no hay una voz más reconocida en la actualidad que la de Irene Vallejo para ese cometido. Además, su obra El infinito en un junco, que ha sido contratada para su traducción a 32 lenguas, lleva 200.000 ejemplares vendidos, 31 ediciones y 50 semanas siendo el libro de ensayo más vendido.
Sus credenciales no hacen más que avalar el singular puesto que disfruta en el panorama cultural. Son ya innumerables las entrevistas que ha realizado esta zaragozana, nacida en 1979, y ya nadie, o casi nadie, se sorprende de la unión indisoluble que se produce al escuchar su nombre junto a las leyendas de Grecia o Roma, o a ese luminoso mundo mediterráneo que nos presenta en sus obras. Dotada de excelente formación, cursó estudios de Filología Clásica obteniendo el Doctorado Europeo por las Universidades de Zaragoza y Florencia, y si bien su ensayo El Infinito en un junco (Siruela, 2019) la ha descubierto al gran público, hay detrás toda una serie de publicaciones y artículos periodísticos que sustentan y dan poso a esa singular proeza, que es la de que un ensayo haya logrado ser un gran éxito editorial -lleva treinta y una ediciones- que se ha editado en más de treinta países y que será traducido a veintisiete idiomas. Y todo esto hablando de la antigüedad clásica releída en clave actual, habiendo obtenido el libro, entre otros, el Premio Nacional de Ensayo 2020, el Premio “Ojo Crítico” de Narrativa de RTVE, el “Librerías Recomiendan” del Gremio de Librerías, o el galardón “Acción Cívica” de Humanidades. La realización de esta entrevista se convierte en una lección vital de una joven mujer cargada de sabiduría que participa en numerosas actividades de fomento de la cultura y que colabora, entre otros, en el precioso proyecto Believe in Art, que cubre de palabras y cuentos las paredes de hospitales infantiles.
¿Estabas destinada por tradición familiar a estudiar Derecho?
Efectivamente, mi familia tiene que ver mucho con el mundo de las leyes, tanto mis padres que se conocieron en la Facultad de Derecho, como familiares cercanos se han dedicado a profesiones relacionadas con esta disciplina. Yo opté, abandonando ese camino, por estudiar Filología, pero es cierto que, desde niña, en las conversaciones de sobremesa de mi casa, oía hablar de todo lo relacionado con ello, de cómo el Derecho Romano fundamenta nuestras leyes y nuestra forma de organizarnos, de pensar nuestras sociedades despertando en mí el interés por el mundo clásico.
¿Qué sensaciones producían en ti esas palabras?
Percibía lo esenciales que son las palabras para nuestras relaciones y nuestra forma de vivir juntos. La palabra modela la realidad y el derecho celebra la exactitud de las palabras, el sentido, su importancia en los contratos y en esas relaciones y sus consecuencias. Sócrates trataba siempre de definir lo que es la justicia, el bien o la belleza y aunque parecen conceptos fáciles, no lo son, nos damos cuenta de que no todos entendemos lo mismo sobre ellos y son los básicos de nuestra convivencia.
Haces referencia a la memoria en tu libro. ¿Crees que está desprestigiada en la actualidad?
En los tiempos de la oralidad la memoria era clave para la supervivencia y el menosprecio en que fue cayendo está relacionado con el respeto que hemos dejado de sentir por los mayores. En este sentido Sócrates decía que, si confiamos la memoria a los libros o, en nuestra época a los ordenadores o memorias externas, cada vez nos iremos preocupando menos por nutrir nuestra memoria interior y esa memoria es el conocimiento que forma parte de nosotros, las evocaciones de nuestra propia vida. Nuestro bagaje es la memoria. Como autora la memoria es mi materia prima, mi herramienta básica, vuelvo a mi experiencia, a lo aprendido y construyo las ficciones. Los griegos decían que Mnemosine, la diosa de la memoria, era la madre de las musas. No puede haber creación sin memoria, es un tesoro que guardamos dentro de nosotros. Al recordar nuestro cerebro hace una serie de operaciones complejas, decidimos constantemente con qué nos quedamos y qué queremos conservar y elegir, qué es lo significativo e importante y qué olvidar. Hace falta mucha inteligencia para recordar bien.
“Somos seres entretejidos de relatos, bordados con hilos de voces, de historia, de filosofía y de ciencia, de leyes y de leyendas»
(Manifiesto por la lectura)
¿Cuál fue el primer libro que leíste?
El primer libro que recuerdo siendo muy niña fue El Conde de Montecristo. Mis manos eran tan pequeñas que no lo sujetaban bien y se me caía porque era tan gordo que se me resbalaba de las manos. Cuento en el libro que me resistí a aprender a leer, no quería hacerlo muy pronto porque pensaba que perdería los cuentos que mis padres me contaban por las noches y que mi madre me insistiría en que ya podía leer sola. Ese momento nocturno que compartía con ella, escuchar su voz, cómo dramatizaba, sus acentos, el suspense que infligía a sus palabras o el momento preciso en que los interrumpía hasta el día siguiente, era algo que en absoluto quería perder.
Hablas en el libro con entusiasmo y admiración de la Biblioteca de Alejandría, ¿qué libro te gustaría sacar de ella y cuál enviarías?
Un libro que no ha llegado hasta nosotros y que me habría encantado leer, se sabe que existió, Las Memorias de Agripina. Me gustaría saber cómo una mujer vivía en el centro de decisión del Imperio. Puedo imaginar que este libro pudo estar en la Biblioteca y me interesa porque ella era la madre de Nerón, la esposa de Claudio, un personaje en el epicentro de todas las intrigas, de toda la realidad cortesana del Imperio Romano y saber cómo vivía todo eso una mujer, cómo eran esos juegos del poder y si las cosas eran como las reconstruimos o no, porque no tenemos ninguna voz femenina que lo cuente desde dentro.
Del mundo griego me hubiera encantado una recopilación de los Discursos de Aspasia de Mileto que fue la mujer de Pericles, que le escribía a él los discursos y que Sócrates reconocía como su maestra de Retórica. Fue una mujer inteligente que también se involucró en la vida pública, que escribía discursos que no tenemos directamente pero que conocemos a través de la Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides, donde introdujo algunos discursos de Pericles sobre todo el Logos Epitaphios, discurso fúnebre que es uno de los que más impacto han causado en la historia y que ha llegado a inspirar discursos de presidentes como Kennedy y Obama.
Y llevaría a la Biblioteca un libro de Luis Landero. Creo que les habría gustado mucho porque él se crió en una Extremadura muy oral y recuerda a sus familiares, en particular a su abuela, una gran narradora de historias a pesar de ser analfabeta. Es un escritor que describe esa tradición oral que está desapareciendo pero que tiene mucho que ver con el mundo griego, heredero de esa palabra viva, entrañable y cálida.
Imagino, entonces, que para ti es importante la conversación.
El arte de la conversación es muy importante y dentro de las familias es fundamental. Los niños aprenden mucho en esas conversaciones con los adultos. Aprenden desde la cortesía a saber escuchar a alguien sin interrumpirle, dejándole desarrollar sus ideas, lo variada que es la experiencia y los diversos puntos de vista, cómo reinterpretar la realidad que estás viviendo desde distintas percepciones. Creo que es parte de la pedagogía familiar y si renunciamos a las conversaciones lo hacemos a esa higiene democrática de atender a los demás, de no acaparar la atención ni apropiarte del discurso y de respetar los turnos de palabra. Estamos perdiendo una oportunidad de sabiduría si no escuchamos a nuestros mayores y no aprendemos de su experiencia acumulada. Ese primer ejercicio retórico empieza a ensayarse en las familias.
Ciencias versus Humanidades.
Ha sido tradicional ese enfrentamiento y muchas veces a los jóvenes con los mejores expedientes se les disuade de estudiar carreras de letras argumentando que si están en situación de elegir opten por las cosas verdaderamente valiosas desde el punto de vista economicista, ejerciendo a veces una presión social enorme sobre ellos, desviándolos hacia carreras que no les interesan tanto o por las que no sienten ninguna vocación, y esta es muy importante. Lo acabamos de comprobar en esta pandemia al estar en manos de ese sector sanitario en ocasiones saturado, desbordado frente a una situación brutal para la que no estábamos preparados. Si han dado lo mejor de sí mismos ha sido por vocación, porque amaban su trabajo. Ese ingrediente vocacional forja trabajadores mucho mas comprometidos con lo que hacen.
Los argumentos economicistas del dinero o del prestigio dejan atrás ese bagaje de humanismo que impone un compromiso con la sociedad del trabajo bien hecho. Esa mentalidad hace daño incluso para la investigación científica porque esta también tiene mucho de idealismo y de curiosidad. Muchos hallazgos se hacen después de largas investigaciones en las que no puede saberse si va a haber resultados o no. Como sociedad nos interesan criterios y valores humanísticos porque queremos que haya una reflexión ética sobre nuestros avances, nuestras leyes o sobre lo que la ciencia va conquistando en cada momento. Todo esto lo fomenta la literatura, la historia, el arte, la filosofía, el conocimiento de las lenguas clásicas o el teatro. Creo que incluso si nos decantamos por la ciencia hace falta una formación humanística básica. Los estudiantes han de haber estado en contacto con ella, aunque luego opten por una formación específicamente científica. Me interesan mucho las teorías de la filósofa americana Martha Nussbaum, premio Príncipe de Asturias 2012 de Ciencias Sociales, que dice que lo que realmente fortalece la democracia son las Humanidades. Es a través del arte donde aprendemos a ponernos en lugar de otros, capacidad muy importante porque a veces tomamos decisiones que afectan a muchas personas.
María de los Ángeles Ruiz Blasco