España y la excepción europea

En la neblinosa historia de la Restauración, un joven Ortega y Gasset, profundamente persuadido del regeneracionismo de Joaquin Costa, aquel que prescribió para España “escuela, despensa y siete llaves al sepulcro del Cid”, pronuncio una histórica conferencia en la liberal Sociedad El Sitio de Bilbao el 12 de marzo de 1910. El filósofo sentenció entonces que “España era el problema y Europa la solución”. Una afirmación que la Gran Guerra (1914-1918) puso durante décadas en cuarentena pero que al final del siglo XX, cuando nuestra Nación recuperó la democracia con la Constitución de 1978, se convirtió en un desiderátum político que culminó en 1986 con nuestra entrada en las Comunidades Europeas.

Desde entonces, con gobiernos de izquierda o de derecha, del PSOE o del PP, nuestro país ha sido un socio de la actual Unión Europea consecuente con el compromiso adquirido y leal con los principios que inspiraron a los padres fundadores de la Europa unida y a los desafíos conjuntos del presente: la globalización, los grandes movimientos migratorios, el tratamiento de la recesión de 2008 y el manejo de los problemas del incremento del número de Estados que se incorporaron al espacio de la Unión tras la caída del comunismo soviético en los inicios de los pasados años noventa.

España se ha convertido –y así se consuma una de esas contradictorias piruetas de la historia- en un bastión europeo diluyendo el estereotipo legendario de que el Viejo Continente terminaba en los Pirineos. Por el contrario, nuestro país no alberga movimientos políticos articulados escépticos hacía las virtualidades de la UE, ni tendencias eurofóbicas como las que muestran formaciones ya poderosas y abiertamente anti europeístas como el Frente Nacional en Francia, Alternativa por Alemania, Ley y Justicia en Polonia, Unión Cívica Húngara, Liga Norte en Italia o, sin ánimo de exhaustividad, los conservadores británicos secundados por el partido para la Independencia del Reino Unido (UKIP) que han conseguido gracias a un un temerario referéndum que el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte abandone la Unión Europea el próximo 31 de octubre, provocando así una convulsión de grandísimo calado en el mundo occidental.

La inserción indiscutida de España en la UE –con lo que comporta de cesión de soberanía- sigue significando mucho más una garantía para nuestro orden constitucional y para la superación del aislacionismo de nuestro país que un problema de identidad nacional como ocurre en otros Estados que ha desarrollado peligrosos anticuerpos soberanistas respecto de la unidad europea. La adhesión española a las jurisdicciones continentales (el Tribunal de Justicia de Luxemburgo y el de Derechos Humanos de Estrasburgo, vinculado al Consejo de Europa y al Convenio que los ampara), así como el principio de primacía de la integridad territorial de los Estados miembros solo susceptible de alteración de acuerdo con los procedimientos legales nacionales, significa para España una seguridad prácticamente absoluta de que el propósito secesionista del independentismo catalán no será legitimado internacionalmente y, por el contrario, que la unidad de España será avalada por los socios de la Unión.

Europa parece incubar dos graves peligros: el regreso de los nacionalismos y, como consecuencia, el populismo de carácter integrista y nativista. La permanencia de la hegemonía de las fuerzas conservadoras, socialdemócratas y liberales en el Parlamento Europeo tras las últimas elecciones del 26 de mayo –España hizo una gran aportación al socialismo y a los populares a través del PSOE y del PP- revitaliza seguridades fragilizadas por la emergencia de fuerzas políticas centrífugas que no han prosperado electoralmente como se suponía, apuntándose un robustecimiento de las formaciones verdes y liberales. En ese marco europeo, el nombramiento de Josep Borrell como Alto Representante de la Unión para la Relaciones Exteriores y de Defensa, proporciona a nuestro país un protagonismo decaído en los últimos años y que se comenzó a remontar con la designación de Luis de Guindos como vicepresidente del Banco Central Europeo.

Aunque la situación política interna española sea problemática, la relación de su sociedad con el propósito de la Unión Europea sigue siendo sólido, el espectro de fuerzas políticas persiste favorable a nuestra permanencia vigorosa en ese espacio común y aumenta nuestra importancia, en términos políticos y económicos, tras la decisión británica de regresar a las brumas atlánticas y por la desorientación populista de una Italia que en pocos años parece haber perdido el norte. Por lo demás, la sustitución del liderazgo de Angela Merkel por el de Enmanuel Macron, garantiza que a una socialcristiana de largo recorrido le sustituirá un liberal heterodoxo con vocación renovadora. Mientras, España, sin fobias ni escepticismos, seguirá militando en la orteguiana creencia de que Europa es una solución aunque la nación haya dejado de ser, al modo del pesimismo noventayochista, un problema aunque otros de distinta escala y naturaleza tampoco le falten.

José Antonio Zarzalejos