Complacer al presidente Donald Trump para que EE UU mantenga, por ahora, su compromiso de defender a Europa. Así se explica el trasfondo de la cumbre de la OTAN celebrada a finales de junio en La Haya. La cita es un remiendo que no despeja el futuro de la Alianza Atlántica.
Trump puso días atrás en duda el artículo 5 del tratado fundacional de la Alianza, el que estipula que un ataque contra un Estado miembro lo es contra todos. Para que hiciera de nuevo una interpretación ortodoxa de la solidaridad que ha de prevalecer entre aliados, los europeos y Canadá se comprometieron a incrementar hasta un 3,5% del PIB sus presupuestos de defensa de aquí a 10 años. Otro 1,5% iría además destinado a infraestructuras de doble uso. La ejecución del esfuerzo presupuestario será revisada en 2029, cuando la Casa Blanca haya cambiado de morador.
El presidente español, Pedro Sánchez, fue la única voz abiertamente discrepante aferrándose a limitar el aumento al 2,1%. Bajo cuerda más de uno, empezando por las delegaciones belgas o eslovaca, opinaban que el incremento forzado por el presidente estadounidense era de muy difícil cumplimiento en tiempos de estreches presupuestarias o algo excesivo para hacer frente a la amenaza de Vladimir Putin.
Los países fronterizos de Rusia no ponían, en cambio, reparos a este gasto adicional que algunos ya hacen motu propio. Todas las repúblicas bálticas superarán en defensa en 2026 el 5% de su PIB. A ellas y a otros muchos les hubiese, sin embargo, gustado que, como sucedió en la cumbre de la OTAN de Washington en 2024, el sucinto comunicado final de La Haya denunciase “la agresión rusa” y el empeño de la Alianza en defender “cada centímetro cuadrado”. Con Trump no fue posible.
No todo es gastar más. Para que el desembolso sea eficaz hay que coordinar las inversiones, lograr una mayor interoperabilidad de los ejércitos y, sobre todo, tener una ambición política común ante el debilitamiento del compromiso de EE UU, al menos cuando gobiernan los republicanos
La presión de Trump para que Europa se rearme obedece a dos razones. Primero reducir el esfuerzo de EE UU en el Viejo Continente, en breve recortará sus efectivos militares, para dedicarse aún más a su gran prioridad: Asia-Pacífico. Intentar de paso, en segundo lugar, que el rearme de sus aliados europeos beneficie a la industria armamentística de su país porque las empresas europeas no podrán satisfacer la ingente demanda.
No todo es gastar más. Para que el desembolso sea eficaz hay que coordinar las inversiones, lograr una mayor interoperabilidad de los ejércitos y, sobre todo, tener una ambición política común ante el debilitamiento del compromiso de EE UU, al menos cuando gobiernan los republicanos.
Trump obliga a los europeos a responder a esta pregunta: ¿Quieren seguir dependiendo de una garantía exterior, por parte de EE UU, cada vez más incierta o están dispuestos a erigir su propia estructura de seguridad? Si optan por lo segundo, deberán también elegir entre asumir más responsabilidades en el seno de la OTAN o construir en paralelo un pilar estratégico creíble con su propio paraguas nuclear, partiendo del armamento francés y británico, que disuada a Rusia de recurrir o amenazar con ese arma.
Las respuestas son dispares. Por un lado, el presidente francés, Emmanuel Macron, habla de reforzar las capacidades europeas soberanas “para no depender de los demás” y tacha de “aberración” que entre aliados de la OTAN se desarrolle una guerra comercial. Por otro, los bálticos y Polonia no se quieren despegar ni un ápice de EE UU que, si Trump no se desdice de lo pactado en La Haya, sigue siendo el único gran garante de su seguridad.
Con la invasión de Ucrania en 2022, Putin consiguió, sin quererlo, que la OTAN amplíe su ámbito geográfico a países de peso como Suecia y Finlandia y que otros, como Bosnia Herzegovia, sean candidatos a incorporarse a la organización. Con su regreso a la Casa Blanca en enero pasado Trump ha logrado que, pese a su crecimiento geográfico, el rumbo político de la Alianza impulsada por EE UU en 1949 sea el más incierto de sus 76 años de historia.
Ignacio Cembrero