¿Existe un derecho Constitucional del enemigo?

1888

Mediante ese interrogante pretendo ocultar mi preocupación sobre el progresivo deterioro de algunos de los fundamentos de la constitución liberal en este primer tercio del siglo XXI. Mi reflexión excede, pues, el territorio vivido en estos cuarenta años por la española de 1978 para situarse en el contexto más amplio de la democracia liberal y la utilización excluyente de sus valores por parte de las mayorías sociales.

Si el éxito de la constitución consiste en ahormar a través del Derecho un modelo de convivencia en el que las minorías pueden potencialmente convertirse en mayorías, la apropiación de la constitución, es decir, su interpretación unidireccional al servicio exclusivo de la mayoría con el fin de situar a los discrepantes extra muros de la constitución, comporta la consolidación de un populismo pretendidamente democrático que mina los cimientos de aquello que dice defender. Tanto se equivoca quien piensa que la democracia es la sola regla de la mayoría como quien ve en la constitución la cara “A” del código penal.

Atrás dejo a Carl Schmitt y su conocida obra La Defensa de la Constitución (Der Hüter der Verfassung, 1931), así como la réplica de Hans Kelsen “¿Quién debe ser el defensor de la Constitución? (Wer soll der Hüter der Verfassung sein? publicada poco después en Die Justiz. Evidentemente su debate guarda una estrecha relación con el que ahora les propongo, pero mientras ellos se ocuparon fundamentalmente del quién (un Jefe del Estado fuerte o un Tribunal Constitucional) les propongo que nos detengamos en el cómo.

Fijemos, a tal fin, un punto razonable de partida: la tolerancia constitucional no puede ser tolerante con los intolerantes. Digamos que ese es su límite de existencia. Esta versión edulcorada de la clásica “no hay libertad para los enemigos de la libertad” es persuasiva pero como su predecesora adolece de un notorio defecto. No nos dice qué es la intolerancia y, por tanto, no facilita la identificación de quienes la practican. 

Si utilizo el concepto de tolerancia constitucional en vez del de libertad es para remarcar la diferencia entre los intolerantes y los delincuentes. Al preguntarnos sobre la posible existencia de un “derecho constitucional del enemigo” descartamos la infracción de las normas -ilícitos constitucionales o penales- para indagar exclusivamente acerca de aquellas interpretaciones preventivas del texto constitucional efectuadas por el legislador o por el juez que pretendidamente se realizan en defensa, no del ordenamiento positivo, sino de los valores y principios que lo sustentan. Una política de “anticipación” cuyo propósito es ilegalizar intenciones o fines que se presumen “peligrosos” para la constitución según el sentir de la mayoría. 

En el proceso de reajuste permanente de sus márgenes, la tolerancia constitucional está experimentando, en el estado liberal, un decaimiento, una suerte de fatiga de materiales, que poco a poco ha abierto algunas grietas que, cuanto antes, sería conveniente sellar

En los primeros años de la década de los ochenta del pasado siglo, autores como de Otto o Jiménez Campo ofrecieron fundadas razonas para entender que en la Constitución de 1978 no contenía, como sí lo hacía la Ley Fundamental de Bonn, un principio de democracia militante y que, por tanto, “la sujeción a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico” de ciudadanos y poderes públicos (art. 9.1 CE) solo se traducía en un deber de obediencia al Derecho. El Tribunal Constitucional español participó también de esa convicción desde sus primeros pronunciamientos, descartando que nuestra democracia implicase adhesión a determinados valores, aunque estos estuviesen recogidos en la constitución (SSTC 3/1981,101/1983 122/1983, entre otras). El debate sobre los “enemigos” de la constitución se centró entonces en el plano de la libertad ideológica y los márgenes de tolerancia constitucional en relación con partidos políticos de ideas contrarias a la constitución o de representantes electos que, también por razones políticas, se negaban a jurar o prometer su cargo. Es indudable que, desde entonces, algunas cosas han cambiado y que afirmaciones como “la principal amenaza del orden constitucional no proviene (…) de las organizaciones enemigas del orden constitucional y del Estado sino de la reacción de instituciones de este para las que la actividad de los enemigos puede ser espoleta o simple pretexto. Por eso el problema principal no puede ser en ningún caso el de la ilegalización del enemigo, sino el control del aspirante a salvador” (De Otto, Defensa de la Constitución y partidos políticos, 1985), suenan hoy, en un momento en que el Gobierno ha decidido impugnar ante el Tribunal Constitucional actos parlamentarios que el Consejo de Estado ha calificado como estrictamente políticos y carentes de eficacia jurídica (vid. su Dictamen de 25-10-2018), como de otro tiempo. Entre el Auto del Tribunal Constitucional 135/2004 (“el simple enunciado de una proposición contraria a la constitución no constituye objeto de enjuiciamiento por este Tribunal”) y el “en determinados supuestos los actos parlamentarios no legislativos tienen una eficacia que va más allá de la mera expresión de un juicio, deseo o aspiración, siendo susceptibles de efectos jurídicos” (SSTC 42/2014 y 259/2015) es evidente que se han producido cambios difíciles de negar y que, en este punto, la constitución interpretada, como su tiempo, ya no son los mismos.

Pero tampoco es de ese cambio del que pretendo hablarles, sino de otro más sutil y silencioso, aunque no por ello menos preocupante. 

En el proceso de reajuste permanente de sus márgenes, la tolerancia constitucional está experimentando, en el estado liberal, un decaimiento, una suerte de fatiga de materiales, que poco a poco ha abierto algunas grietas que, cuanto antes, sería conveniente sellar. Expresado de forma muy elemental, podría decirse que los derechos fundamentales están perdiendo su dimensión contramayoritaria, para convertirse en la razón jurídica de la mayoría. Se acrecienta su dimensión objetiva, a modo de universalización de contenidos estandarizados que se vinculan a una obligada adhesión a valores constitucionalizados, de suerte que quienes se sitúen fuera de esa acotada esfera de libertad se convierten en nuevo “enemigo” de la constitución, en un peligroso que, como en la Grecia antigua, merecen ser condenado al ostracismo o, cuando menos, a la indiferencia.

Es, en este particular contexto, donde el trasfondo teórico y filosófico del llamado “derecho penal del enemigo” (Feindstrafrecht) propuesto por Günter Jakobs (1985), sobre todo a raíz de su reformulación en los primeros años de este siglo. Resumidamente, para Jakobs, los ciudadanos tienen derecho a disfrutar de un suelo de seguridad, estable y suficiente, por lo que están legitimados para excluir a quienes no ofrezcan un mínimo de garantía cognitiva que avale su idoneidad para comportarse como personas. El estado no puede dialogar con aquellos que han abandonado indefinidamente el Derecho y comportan una amenaza cierta para el orden constitucional. Su deber es combatirlos porque se han convertido en no-personas (Unpersonen), en peligrosos, cuyos derechos no son los de los ciudadanos.

Hacer un video cocinando un crucifijo o no renunciar a la independencia de una parte de España ¿convierte a una persona en “enemiga” de la Constitución? El progresivo ensanchamiento del concepto jurídico “discurso del odio” ¿alberga una lectura “militante” de los derechos fundamentales al servicio de la mayoría? ¿Cuánto hace que el principio interpretativo del favor civitatis (ante la duda, en favor del derecho) ha dejado de aplicarse? Hemos objetivado el recurso de amparo y también el acceso a la casación contencioso-administrativa: ¿a quién corresponde en la España de hoy elaborar una política jurisdiccional de los derechos fundamentales?

La Constitución es una norma nacida para articular la convivencia, para cobijar la diversidad. La mayoría no necesita de los derechos fundamentales porque sería absurdo que intentase limitar su propio poder. Sin embargo, se está apoderando de ellos y, al hacerlo, cuestiona su propia libertad. El “enemigo” de los derechos no ha llegado pero se ha puesto en movimiento.

Francisco Caamaño