Los veranos están concebidos -ratos de ocio aparte- para que disfruten los melómanos fuera de sus residencias habituales y para emplear a orquestas, coros, solistas y directores durante la canícula cuando ya concluyen sus ciclos de temporada.
En Europa proliferan y todos aportan su grano de arena porque se esmeran (como intentamos hacer todos cuando no jugamos en casa) desplegando medios y programaciones inusuales o contratando talentos jóvenes que en esos festivales se consagran. Todo el viejo continente explota en música, durante unos días, y a veces los resultados son magníficos. Hay muchos: en España son celebres los de Granada, Perelada, Santander, San Sebastián como ejemplo. En el resto de Europa brillan con luz propia los de Glindebourne, Lucerna, Múnich, Edimburgo, Bregenz, Pésaro, Aix en provence y Salzburgo y seguro que me dejo otros muchos puesto que escribo de memoria, sin que me pueda olvidar del Mayo musical florentino o la Schubertiada de Schwarzenberg (estos últimos casi fuera del verano) y como no, Bayreuth como paradigma de su dedicación a las óperas de Wagner.
Este año en Salzburgo la variedad de opciones era enorme destacando en cuanto a conciertos sinfónicos las batutas de Kirill Petrenko o Currentzis, aparte de Mariss Jansons, Barenboim o Nagano junto a otras de igual o parecido renombre con obras interesantes al lado de una serie de óperas no habituales entre las que justamente no destacaron, las de Mozart, que se supone no pueden faltar en este festival. Ahora hablaré de ello. Quizás se deba al cambio del director del festival Martin Hinterhäuser que ha sucedido a Alexander Pereira al frente de la responsabilidad musical de los eventos. Hay que decir, que si ya el año pasado empezó a salir de un tedio mediocre para comenzar a percibirse sensible mejora en las óperas y en sus resultados finales con la inestimable ayuda de Cecilia Bartoli -directora del festival de Pascua- no ha sido menos la altura y el brillo de las óperas a las que pude asistir este verano aunque, como digo, curiosamente infrecuentes: La italiana en Argel de Rossini, La Coronación de Poppea de Monteverdi, Salomé de Ricardo Strauss y La dama de picas de Tchaikovski. Parecía que estabas asistiendo a producciones propias de una temporada normal en cualquier fabuloso coliseo. Y trataré de explicarme. Lo excitante de un festival de nivel es que el esfuerzo que se hace para dar lo mejor de sí mismo se traduce en la ejecución de esas representaciones en directo. Pueden estar más o menos ensayadas pero cada una es como un examen final o si descendemos al deporte, se viven con la tensión que provocan las semifinales de la liga de campeones.
Pasando al detalle, diré que La coronación de Poppea fue un tour de force que las huestes de William Christie llevaron a cabo con perfección y estilo en su línea, voces inmejorables y dirección de cantantes adecuada a la trama, pero con una escena absolutamente impresentable, con pretensiones de belleza y audacia. El escenario de la Grossesfestspielhaus estaba partido por dos. Delante los instrumentos de época y los cantantes que salían de abajo o de los laterales para las puntuales intervenciones como si estuviera representándose en versión concierto con los cantantes disfrazados, digámoslo benévolamente así, y detrás, pero viéndose perfectamente sin ningún telón o cortina que lo dejase en segundo plano una colección de figurantes, bailarines y bailarinas que no paraban de moverse sin ninguna disciplina, encabezados por uno y una del cuadro de ballet que estuvo en el centro dando vueltas sobre sí mismo, con el consiguiente efecto de desviar la atención de la preciosa partitura. Sería muy original para el director del montaje, pero intranquilo para el espectador, que se tuvo que quedar, como yo, con las esplendidas voces solistas y la dirección del veterano Christie, especialista único en este tipo de barroco.
“En Salzburgo la variedad de opciones era enorme destacando en cuanto a conciertos sinfónicos las batutas de Kirill Petrenko o Currentzis, aparte de Mariss Jansons, Barenboim o Nagano junto a otras de igual o parecido renombre con obras interesantes al lado de una serie de óperas no habituales entre las que justamente no destacaron las de Mozart, que se supone no pueden faltar en este festival”
Después, La Dama de Picas, bella opera de Tchaikovski, para la que se trajeron las mejores voces rusas, todos y todas ellas a excepción de la impresionante veterana Hanna Schwarz que a las órdenes de Mariss Jansons dieron una lección de canto y conjunto (aunque el coro, cuyas intervenciones son preciosas e importantes no estuviera lo suficientemente atento) destacando Brandon Jovanovich en el papel protagonista y brillando más las voces graves que las femeninas. El conjunto lo salvó con creces la orquesta llevada con nervio, elegancia y visión global magistralmente por Jansons, el triunfador de la noche. Omito deliberadamente los detalles del montaje. A estas alturas del siglo XXI todavía parece que todo lo ruso tiene que estar tocado por el color negro. Fue oscuro, triste y falto de imaginación, aunque no se tratara de una modernidad extravagante al uso.
La ópera de Ricardo Strauss, Salomé, es como todas las de él, una maravilla y como tal fue servida en el aspecto musical: Franz Welser Móst se puso al frente de la filarmónica de Viena para dejar fluir la impresionante partitura rodeado de espléndidas voces solistas (todas). Destacó y ya era difícil pues todos eran buenísimos cantantes, la soprano Asmik Grigorian en el rol protagonista sin desmayar en ningún momento consiguiendo párrafos de enorme intensidad dramática y perfección vocal, con el esfuerzo que se requiere. En el aspecto escénico es, seguramente junto a un Fidelio de infausto recuerdo, el montaje más extravagante, inexplicable y osado que jamás haya visto. Voy a pedir al editor que lo recree con fotografías y aun así no se puede uno imaginar. No sabíamos si estábamos en la era de San Juan Bautista o en Marte. Al terminar la representación, el público se quedó instantes sin saber qué hacer, probablemente impactado por la partitura, y transcurrió más de un minuto cuando los aplausos prendieron sin entusiasmo por la aplastante victoria de las voces sobre la escena. Cuando saludó la orquesta, arreciaron las ovaciones.
“La ópera de Ricardo Strauss, Salomé, es como todas las de él, una maravilla y como tal fue servida en el aspecto musical: Franz Welser Móst se puso al frente de la filarmónica de Viena para dejar fluir la impresionante partitura rodeado de esplÉndidas voces solistas”
Dejo para el final la apoteósica representación de La italiana en Argel de Rossini, que esta vez despojada de turbantes pero ambientada en la Argelia actual, con una dirección de escena fabulosa y absolutamente divertida en el ámbito de la trama que es para troncharse de la risa, fue interpretada por todos los solistas para el brillo de la gran dama del bel canto que es Cecilia Bartoli a la que se adecuaron orquesta y cantantes en asombrosa perfección, con un reparto que nos toca en el fondo a los españoles pues el tenor- Edgardo Rocha- del que pronto se hablará como uno más de los mejores, y las dos voces femeninas aparte de Bartoli y el papel de Hally son todos de origen sudamericano. lldar Abdrazakov dio la réplica a Bartoli como Mustafá coprotagonista con una vis cómica incomparable y riqueza de medios habiendo ganado su voz muchísimos enteros en la zona grave. La sala se rindió ante Cecilia Bartoli a la que se dedicaron calurosísimos aplausos que llevaron a repetir al elenco una vez caído el telón, un divertido párrafo de conjunto.
Hasta aquí las luces, que como ha quedado escrito atraviesan dificultades con la realidad de los directores de escena. Viven en una obsesión en la equivocada percepción de que si la ópera se vuelve a los tiempos del libreto va a morirse irremediablemente. Va camino de ello si se actúa como se ha hecho este año en el mismo festival. Es que fuentes muy bien informadas me dijeron -y así lo cuento porque no pude presenciarlo- y gente entendidísima con la que me encontré en Salzburgo lo aseveró y me lo ha corroborado la crítica especializada, que ya es malo que se representen pocas óperas de Mozart en el festival de su ciudad natal, pero peor que las representaciones de La Flauta Mágica fueran de vergüenza.
Han logrado realizar lo más dañino pues con un montaje inventado han conseguido hacer irreconocible una de las partituras más magistrales de todos los tiempos.
Javier Navarro