España afronta este año un ciclo electoral de intensidad inaudita. En juego está el reparto del poder en la Administración del Estado, en más de 8.000 ayuntamientos, diputaciones provinciales y otros entes municipales, en la totalidad de las autonomías de régimen común y en dos comunidades históricas: Andalucía, la más poblada del Estado, y Catalunya, el territorio que más aporta al producto interior bruto (PIB) español. Pero la inédita acumulación de procesos electorales en tan breve plazo es solo un indicador cuantitativo. Es la irrupción de nuevas y pujantes fuerzas políticas en el panorama electoral lo que permite presagiar un cambio de ciclo en una democracia durante tres décadas acomodada a una alternancia bipartidista ahora severamente amenazada.
Estos siete años de crisis, recortes sociales y nacionalización de cajas de ahorros han dinamitado los dos grandes pactos en que se basó el progreso de España: la representación política y la solidaridad intergeneracional. Me explicaré.
Representación política. Superada con éxito la Transición, que culminó con el fracaso de la intentona colpista del 23-F y con la victoria electoral del PSOE en 1982, la sociedad española bendijo dócil y reiteradamente en las urnas un sistema político basado en un bipartidismo imperfecto: socialistas y populares pugnaban por el control de las principales instituciones estatales y territoriales (salvo en Catalunya y Euskadi), apoyándose en las minorías nacionalistas cuando no alcanzaban la mayoría absoluta.
Esa plácida cohabitación permitió a los dos grandes partidos ocupar y controlar los órganos que la Constitución dispuso para gobernar la justicia y fiscalizar a los poderes públicos, desequilibrando los necesarios contrapesos institucionales y relajando el combate contra las irregularidades en la Administración. El reciente estallido de decenas de escándalos de corrupción y la tibia reacción de los partidos concernidos han coadyuvado a minar la confianza de la ciudadanía en sus políticos.
Solidaridad intergeneracional. Opera en España, prácticamente desde la etapa desarrollista que sucedió al régimen autárquico de la posguerra, una suerte de principio ético por el cual cada generación se compromete a legar a la siguiente una economía más saneada y mejores condiciones de vida. Un compromiso con el progreso que tendía a diluir las desigualdades sociales y a premiar el esfuerzo individual.
El estallido de las burbujas del ladrillo y del sobreendeudamiento público y privado, al disparar la tasa de desempleo y el déficit público, dejó a España a merced de los mercados, evidenciando que los gobiernos, estuvieran en manos del PSOE o del PP, carecían de soberanía para afrontar la crisis con criterios de justicia social.
Para evitar pérdidas de depósitos y fugas de capitales, se optó por rescatar a las cajas en quiebra empleando fondos públicos, al tiempo que las entidades financieras, sanas o enfermas, promovían el desahucio de miles de personas que, privadas de empleo y de ayudas sociales, no podían hacer frente al pago de la hipoteca.
Con un paro juvenil dramáticamente superior al 50%, toda una generación quedó súbitamente condenada a cobrar salarios miserables o a emigrar al extranjero en busca de una oportunidad que su país no le brindaba.
Los mileuristas de la pasada década, víctimas anticipadas de las secuelas de la desregulación, propiciada en tiempos de bonanza por la economía globalizada, cedieron su puesto en el último escalón social a una nueva clase: el precariado.
A todas estas víctimas de la crisis se sumaron los damnificados por los recortes en la sanidad y la educación públicas, el ajuste de las pensiones, el olvido de los dependientes y una reforma laboral que, en aras de la mejora de la competitividad, ha devaluado los salarios y fragilizado los empleos.
Rotos los dos contratos mencionados, el firmado entre representantes y representados y el tácito acuerdo intergeneracional, los colectivos castigados por la crisis han empezado a organizarse en defensa de sus intereses, persuadidos de que los partidos tradicionales no iban a hacerlo. De ahí llegamos al No nos representan del 15-M y, apenas tres años después, a la emergencia de Podemos, primero, y más recientemente al crecimiento demoscópico de Ciudadanos.
La fragmentación de la oferta electoral, con la aparición de fuerzas políticas que capitalizan el descontento social sin ofrecer todavía soluciones contrastadas para combatir la crisis, prefigura una etapa de grave inestabilidad política, a resultas de la dificultad para conformar mayorías de gobierno en los gobiernos central, autonómicos y municipales.
Aunque sobren razones para otear con preocupación este horizonte político, también entraña una oportunidad. La previsible ausencia de rodillos parlamentarios debería abrir paso a una nueva era de diálogo multipartidista análogo al de la Transición que, amén de garantizar la gobernabilidad, afronte una profunda reforma institucional, una refundación del Estado que enmiende los errores del pasado, profundice el sistema democrático y constitucionalice al tiempo la lucha contra las desigualdades y el reconocimiento de una diversidad nacionalidad que España no debiera percibir como un engorro, sino como una riqueza.