Aprincipios de este año, una notable ola de indignación recorrió las democracias occidentales, cuando se supo que los estrategas de Donald Trump habían usado datos de 50 millones de usuarios de Facebook para elaborar mensajes de su campaña electoral. Era uno de los múltiples escándalos provocados por la utilización de datos privados para fines comerciales o políticos y enrareció aún más el clima social que ha llevado a la nueva ley de protección de datos.
Pero lo contradictorio de las sociedades democráticas es que tales escándalos conviven con un clima social también muy favorable a una transparencia total de las instituciones y de los personajes públicos y a una libertad de expresión casi ilimitada. Y ello incluye una defensa del derecho a saberlo todo de determinados grupos sociales, sobre todo, políticos y personajes mediáticos. De tal manera que los dos derechos se han tornado incompatibles, o, al menos, poco coherentes, pues exigimos una protección radical de la privacidad de los ciudadanos y, al mismo tiempo, una libertad ilimitada para conocer todo sobre esos grupos.
En ese contradictorio contexto ocurren episodios como el que afectó a un futbolista del Athletic de Bilbao, Iñaki Williams, este pasado verano, cuando un ciudadano le grabó una discusión con su novia en un recinto público en las fiestas de Bilbao. El autor de la grabación exigió dinero al futbolista para evitar su publicación, lo que el chantajeado denunció en los medios de comunicación. Pero el resultado fue que la grabación fue difundida por doquier, Iñaki Williams recibió una severa crítica por parte de los medios deportivos, y, sin embargo, no hubo escándalo alguno por lo que podía interpretarse como asalto a su intimidad, además de intento de chantaje.
Porque el derecho a saber se impone al derecho a la intimidad y al honor, cuando se trata de políticos y personajes públicos. La consecuencia es que los tribunales sentencian casi siempre a favor de la libertad de expresión ilimitada y del derecho a saber de los ciudadanos. Y esto incluye la publicación de datos privados como esa discusión de un futbolista con su novia, o conversaciones de whatsapp de los políticos, o fotografías de su vida privada, aunque tales datos nada tengan que ver con su acción política, o con su trabajo como futbolista, y aunque sean claramente perjudiciales para su imagen y la protección de su honor.
El derecho a saber se impone al derecho a la intimidad y al honor, cuando se trata de políticos y personajes públicos. La consecuencia es que los tribunales sentencian casi siempre a favor de la libertad de expresión ilimitada y del derecho a saber de los ciudadanos
Exigimos una protección rotunda de nuestra privacidad y de nuestra intimidad, pero un derecho a traspasar los límites de la privacidad y de la intimidad de los políticos y personajes públicos. Y aquí surge una contradicción que las democracias aún no han resuelto y que tampoco parecen tener mucho interés en resolver. Por la confluencia de la ola de antipolítica que exige un control sin límites sobre los políticos y por el interés de los medios de comunicación en el acceso también ilimitado a los personajes públicos. Se trata de un doble rasero para unos y otros, pero los ciudadanos parecen cómodos en una contradicción que aparentemente no les afecta y que, me temo, continuará.
Edurne Uriarte