La Sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo núm. 413/2019, de 10 de julio, declara irreivindicables un conjunto de fincas reclamadas como suyas por el Cabildo Catedral de Las Palmas.
El cabildo había comprado mediante una escritura o carta real y perpetua enajenación en 17 de julio de 1784 una cantera para obtener el material preciso para construir la catedral. En el título se indicaban los linderos y una superficie de 33.324 metros cuadrados en vez de los 126.800 metros cuadrados que, según la demanda, ocupaba en realidad, porque en aquellos tiempos se medía “a ojo de buen cubero”. Una vez creado el Registro de la Propiedad la finca no se inmatriculó en ningún momento.
En 2006 el cabildo pide al Catastro que rectifique y amplíe la descripción y superficie de la finca encontrándose con la oposición de varios propietarios, lo que le mueve a demandarlos reivindicando las fincas que ellos sí habían inscrito a su favor y que ocupaban 82.700 metros cuadrados aproximadamente. El juzgado rechaza la demanda, la Audiencia Provincial de Las Palmas la estima pero el Tribunal Supremo zanja el debate a favor de los demandados (F.D. 4º): “De este modo, aun suponiendo que el cabildo hubiese sido verdadero dueño de las fincas de las que los demandados son titulares registrales, y aun cuando estos últimos no hubieran adquirido a título oneroso y de buena fe de un titular registral, de modo que no estuvieran protegidos por la fe pública registral, bien por haber inmatriculado su finca, o por haber adquirido gratuitamente de quien inmatriculó, o por haber adquirido a título oneroso y de buena fe pero sin justo título, lo cierto es que, conforme al art. 35 LH , la inscripción válida a favor de los demandados queda equiparada legalmente al título para la usucapión ordinaria. Además, se presume, salvo prueba en contrario, que el titular registral ha poseído pública, pacífica, ininterrumpidamente y de buena fe durante el tiempo de vigencia del asiento y de los de sus antecesores de quienes traiga causa. Y aun cuando el cabildo hubiera probado la mala fe posesoria de los demandados, lo que no consta a la vista de los hechos probados, la única posibilidad de evitar la usucapión extraordinaria sería mediante la prueba de que los titulares inscritos no eran poseedores a título de dueño o que no habían llegado a completarse los treinta años de posesión”.
Mucho se está hablando de las inmatriculaciones de bienes de la Iglesia. Pero también debería hablarse de los despojos que ha sufrido su patrimonio por no haber inmatriculado todas sus fincas, pese a ser obligado, excepto los templos, desde que se publica el Real Decreto de 11 de noviembre de 1864, cuyo artículo 13, con la grafía de la época, equipara a las autoridades eclesiásticas con las civiles a efectos de reconocerles capacidad para crear títulos inmatriculadores: “ En la misma forma se inscribirán los bienes que posea el Clero o se le devuelvan y deban permanecer en su poder amortizados; pero las certificaciones de posesión que para ello fueren necesarias, se expedirán por los Diocesanos respectivos”.
No se trataba de una recomendación sino de una obligación, como demuestra el art. 3º que dice: “Se exceptúan de la inscripción ordenada en los anteriores artículos… 2º. Los templos actualmente destinados al culto.” Llama la atención la punta que se está sacando hoy a esta excepción, que se fue arrastrando en las sucesivas redacciones del Reglamento Hipotecario desde el de 1915, o mejor, al hecho de que el Real Decreto 1867/1998, de 4 de septiembre, suprimiera la prohibición contenida en el artículo 5º del Reglamento Hipotecario de 1947 de que se inmatricularan “los templos destinados al culto católico”. Ese artículo 5º no era más que la versión actualizada del art. 3º del R.D. de 1864 y comprendía, como aquel, también los bienes de dominio público. Por eso cuando se comprueba que la inscripción es la más eficaz forma de protección de los inmuebles, aunque estén destinados al uso común y general, se suprime la prohibición para todos. Otra cosa es que el legislador haya decidido en 2015 suprimir la facultad certificante a las autoridades eclesiásticas a efectos inmatriculadores, lo que creo que todo el mundo ha entendido como lo propio de un Estado aconfesional.
Álvaro José Martín Martín