Sin duda, la incorporación masiva de las mujeres a los mercados de trabajo en las economías más industrializadas desde la década de los años 60 del pasado siglo, a las tareas productivas y remuneradas, esto es al sistema económico, desde las reproductivas y de cuidado (el mundo del “no trabajo”, el ámbito familiar y doméstico), y progresivamente a la vida económica, política, cultural y social, fue un fenómeno decisivo e irreversible, uno de los cambios sociales más profundos, sino el más profundo, del siglo XX, que tuvo en su origen y tiene en su desarrollo el valor y el derecho a la igualdad y la lucha contra las discriminaciones por causa de sexo y género femeninos.
En la medida en que el sexo divide de manera universal a toda sociedad en dos grupos porcentualmente equilibrados, ese cambio significó, dicho en términos generales, que la mitad de la población trasladó gran parte de su actividad desde el ámbito doméstico y familiar de trabajo de cuidado no remunerado al mercado, cuestionando el secularmente asentado y extendido modo de organización social que establecía la separación y distribución social del trabajo según el sexo, principio de todas las divisiones.
Ese modo histórico de organización social patriarcal, dominador de la mujer por el hombre y extendido a todos los ámbitos y prácticas sociales, fue adoptado por el sistema económico como “ley natural” y formalizado por el sistema jurídico, desde las codificaciones civiles y la industrialización, como “ley positiva” al ser su sujeto protagonista el hombre económico libre e independiente. El sistema económico y el jurídico confluyeron en el mantenimiento de ese orden patriarcal tras las revoluciones liberales burguesas y el advenimiento del modo de producción capitalista. La smithiana “mano invisible” rectora del mercado hizo a la “mujer invisible”, tan invisible como su trabajo reproductivo, “improductivo” y no remunerado, que nunca se ha tomado en consideración, ni se ha medido económica ni productivamente, y que, sin embargo, era y sigue siendo el sostén imprescindible del trabajo productivo y remunerado del hombre en los modelos económicos hegemónicos. De “explotación”, “apropiación” y “expropiación” del trabajo no remunerado de la mujer por el hombre se ha calificado la operación. La organización de los poderes públicos, de los Estados, siguió igualmente el modo de organización patriarcal. Los Estados sociales o de “bienestar” se construyeron en el pasado siglo sobre la división sexual del trabajo, sobre el trabajo no remunerado de las mujeres que sostenía y sostiene la organización social y familiar.
Con su incorporación al trabajo y a la vida política y social la mujer se sumó a un sistema jurídico masculino, en el que aún hoy la regulación del tiempo de trabajo, su distribución y fijación (pese a la importante transformación tecnológica), constituye un buen ejemplo de esa masculinidad, que hubo de adoptar nuevas normas –y aprovechar las ya existentes- nacionales e internacionales, a todos los niveles y desde luego al más alto nivel normativo de un Estado, el constitucional, para proclamar el “igualitarismo formal”, la igualdad formal de “todos” ante la ley y en su aplicación, como valor universal y universalmente imperfecto, como derecho humano y como derecho fundamental, e incluir en ese “todos” a las mujeres. Fueron arduos los esfuerzos teóricos para abrir vías en ese igualitarismo formal y proclamar, además de la prohibición de discriminaciones por razón de “sexo”, imprescindible para garantizar la igualdad de trato, la sustitución del valor y derecho a la igualdad formal por la igualdad real o efectiva mediante el establecimiento de tratos diferenciadores positivos o “acciones positivas” en favor de las mujeres para hacer efectiva la igualdad de oportunidades en las distintas facetas de la vida económica, social y cultural, los mandatos legales de composición equilibrada o paritaria de órganos políticos, judiciales y administrativos, las reservas obligatorias de cuotas para franquear su acceso al poder económico.
En la necesaria reforma de nuestra Constitución, la genérica prohibición constitucional de discriminación por razón de “sexo” ha de vincularse al sexo y género femenino, que es el que históricamente ha sido y es víctima de la discriminación y sigue soportando la “brecha de la maternidad” y las cargas de trabajo de cuidados no remunerado
Esas operaciones jurídicas se han hecho por lo general, en el plano del reconocimiento de los derechos, ocultando a la mujer sustituida por una neutralidad y universalismo abstracto y referencias a “ambos sexos” o al “sexo menos representado”. ¿Acaso no puede la mujer ser titular de derechos fundamentales propios y diferenciados?
Nuestro constitucionalismo histórico se centró en el hombre como único sujeto de derechos, ignorando a la mujer hasta la Constitución republicana de 1931, que reconoció por primera vez el voto de “los ciudadanos de uno y otro sexo mayores de veintitrés años” en condiciones de igualdad con el hombre (art. 36), gracias a los denodados esfuerzos de Clara Campoamor, y el derecho de sufragio pasivo “sin distinción de sexo ni de estado civil” (art. 53), proclamó “la igualdad de derechos para ambos sexos” en el matrimonio (art. 43), e incluyó el trabajo de la mujer y la protección de la maternidad en su programa de legislación social (art. 46).
La Constitución Española de 1978 ha constitucionalizado la igualdad como valor superior del ordenamiento jurídico que dota de sentido al Estado social y democrático de Derecho y al entero texto constitucional (art. 1.1); como derecho subjetivo fundamental de “todos” a la igualdad formal en la ley y en su aplicación y a no sufrir “discriminación alguna” por razón, entre otros motivos, del “sexo” (art. 14), así como a no sufrirla, de nuevo por razón de “sexo”, en el deber de trabajar y en los derechos al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer las necesidades propias y familiares (art. 35.1); asimismo como deber de los poderes públicos constituidos para conseguir la igualdad real y efectiva (art. 9.2). Su artículo 39.1 y 2 establece el deber de los poderes públicos de asegurar la protección social, económica y jurídica de la familia, y les ordena asegurar la protección integral de los hijos, iguales ante la ley con independencia de su filiación, y de las madres, cualquiera que sea su estado civil, y al legislador posibilitar la investigación de la paternidad.
Únicamente en dos ocasiones utiliza la Constitución la palabra “mujer”, y no con fortuna precisamente en la segunda de ellas pues entraña una excepción a la prohibición de discriminación por sexo femenino: en su artículo 32.1 para afirmar que “El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica”, reconocimiento que no excluye la legitimidad constitucional de la decisión del legislador, en uso de su libertad de configuración de la institución matrimonial, de reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo (STC 198/2012); y en su artículo 57.1 para ordenar la sucesión en el trono con preferencia, en la misma línea y grado, del varón sobre la mujer.
¿Hubiera sido la operación constitucionalizadora de derechos específicos de las mujeres técnicamente imposible por rompedora de la titularidad indistinta de mujeres y hombres de los derechos constitucionalizados como fundamentales y de la universalidad característica de los derechos humanos? O, por el contrario, esa operación normativa, apoyada en la universalidad de la división por sexo, ¿hubiera sido la exigida para la consecución del objetivo de la igualdad real entre mujeres y hombres, contribuyendo a la superación de la discriminación sistémica por sexo y por género -por la fuerza de los arraigados estereotipos sociales- que la impiden? Hija de su tiempo, la Constitución ha significado el cambio y el avance hacia la igualdad de la mujer. Pero, excluidas las mujeres del proceso constituyente, no fueron reconocidas como sujetos constitucionales con plenos derechos de ciudadanía, ni tampoco lo fueron sus derechos fundamentales específicos.
La Convención de las Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, de 1979, es un tratado internacional, universal, de derechos humanos “específico” sobre las mujeres. No obstante su relativa antigüedad, su tratamiento específico, y al tiempo transversal, de los derechos de las mujeres es la pauta a seguir.
En la necesaria reforma de nuestra Constitución, la genérica prohibición constitucional de discriminación por razón de “sexo” ha de vincularse al sexo y género femenino, que es el que históricamente ha sido y es víctima de la discriminación y sigue soportando la “brecha de la maternidad” y las cargas de trabajo de cuidados no remunerado. Y reconocerse los derechos fundamentales de las mujeres a no sufrir violencia, de igualdad en todos los ámbitos institucionales y materiales, y en la conciliación de la vida personal, familiar y laboral. La perspectiva de género no puede estar ausente de la reforma de la Constitución.
María Emilia Casas Baamonde