Vivimos tiempos inciertos en los que muchos valores hasta ahora comúnmente asumidos parecen estar en crisis. Sexo y género aparecen hoy como realidades distintas y caprichosas, la discriminación es buena si se ejerce sobre colectivos determinados, la verdad no existe y distinguir el bien del mal parece un capricho y no una necesidad.

Yo propongo que nos rebelemos contra estas ideas, y que empecemos a hacerlo asumiendo eso que los ingleses llaman back to basis. Soy consciente de que decir algunas cosas es, hoy revolucionario, pero yo estoy dispuesta a correr el peligro: hombre y mujer son condiciones biológicas ciertas e intransferibles, la discriminación siempre es mala, la verdad existe y es nuestra obligación intentar alcanzarla, y el bien y el mal son categorías que nos permiten navegar la realidad. Es verdad que hay gama de grises, pero sin tener claro los términos opuestos corremos el peligro de perdernos en los neutros. 

Los movimientos populistas de toda condición han puesto últimamente mucho énfasis en el asunto de la justicia: pretenden enfrentar ley y voluntad popular, justicia y poder político, jueces y políticos. Quiero, modestamente, reivindicar la necesidad de que los españoles sigamos teniendo una justicia independiente, separada del poder político, con jueces profesionales y más medios.

El diseño institucional de una democracia liberal no intenta proteger a la mayoría, sino a la minoría. La voluntad del pueblo, expresada en las urnas, debe guiar nuestra vida en común, pero también respetar los límites que aseguran a las personas su libertad individual. En este esquema, la existencia de jueces independientes que sólo obedezcan a la ley y a su conciencia es esencial.

Quiero, modestamente, reivindicar la necesidad de que los españoles sigamos teniendo una justicia independiente, separada del poder político, con jueces profesionales y más medios

No se trata de defender al colectivo de los jueces, sus condiciones laborales o su bienestar emocional. Se trata de que una sociedad civilizada no puede existir sin reglas preexistentes a los conflictos, sin una aplicación estricta de las mismas, y sin ceguera por parte de quien lo hace. De todas las crisis en las que nuestro país está sumido, la que más amenaza nuestro futuro es esta, y la que requiere el esfuerzo de todos para afrontarla.

Por supuesto, cuando hablo de la justicia, me refiero también al Tribunal Constitucional. No hago más que citar a otros autores más competentes: si siempre sabemos cuál será el resultado de las votaciones, hay algo que funciona mal.

Es un lugar común el que consiste en criticar las oposiciones como un mal sistema para elegir a los jueces, y a tantos otros cuerpos de élite de la administración. Se les imputa la condición de decimonónicos, basados sólo en la memoria y alejados de los valores modernos. Yo, que nunca he sido opositora, defiendo fervientemente las oposiciones por un motivo simple y esencial: impiden la arbitrariedad. Quienes acceden de esta manera tendrán los defectos que se quiera, pero no han sido elegidos por amistad o afinidad política, y eso es lo que necesitamos. No sólo hay que respetar las oposiciones, sino que se debe revertir la tendencia iniciada en los primeros años ochenta del pasado siglo, que amplían otras maneras de acceder a la Carrera Judicial.

Y terminemos estas líneas con una referencia a dos órganos fundamentales: Consejo General del Poder Judicial y Tribunal Constitucional. Sobre el primero, su crisis de legitimidad es fácil de arreglar: basta con volver al espíritu constitucional, asegurando que sus vocales sean mayoritariamente elegidos por los propios jueces. Sobre el segundo: hay que encontrar la fórmula para que sus miembros sean conocidos por su competencia profesional y su independencia, lo que ahora no ocurre.

Decíamos que una sociedad civilizada sólo puede existir con una Justicia independiente. Sería un error creer que, entre el tráfago de asuntos que habrá que afrontar en los próximos años, este no es el más importante. Ojalá pongamos los medios para conseguirlo. Veremos.

Pilar García de la Granja