“Con la monarquía constitucional de la Restauración España era un país más europeo de lo que lo sería después”


Historiador de la Política y profesor titular de lo mismo en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, como así se define en su cuenta de Twitter, Roberto Villa ha sido investigador invitado en las Universidades de Wisconsin-Madison y Paris IV-Sorbonne. Autor de varios libros y artículos sobre partidos, elecciones y violencia política en la Restauración y la Segunda República, hablamos con él en esta entrevista de su última obra, 1917. El Estado catalán y el soviet español.


Usted defiende que el régimen de la restauración tenía más elementos positivos de lo que sostenía la crítica regeneracionista.

Hay que tener en cuenta que la crítica regeneracionista, tomada en sentido amplio, fue siempre esencialista y un tanto etérea. Es decir, apenas partía de un análisis empírico y racional de los problemas reales que en cualquier país conlleva la consolidación de un Estado constitucional y de una economía de mercado. Probablemente, lo que más influyó en su percepción negativa es que, a finales del XIX, España tuviera comparativamente una posición económica más rezagada que sus vecinos de la Europa occidental, que no tenía en cuenta nuestro hecho diferencial de medio siglo continuado de guerras externas e internas, entre 1793 y 1840. Además, esa descalificación no estaba desconectada de la adscripción republicana de muchos de esos intelectuales que, como buenos adanistas, asociaban la modernización a una ruptura política y ello les impulsaban a deslegitimar la Monarquía liberal. Luego está el hecho de que esa crítica regeneracionista alcanzaría una enorme proyección en todo nuestro siglo XX, pues fue utilizada por los partidarios de la dictadura de Primo de Rivera, de las formaciones mayoritarias en la Segunda República (de izquierda y derecha) y por los seguidores de Franco, para afirmar la legitimidad de sus respectivos proyectos políticos frente al liberalismo. 

Sin embargo, con aquella Monarquía constitucional España era un país mucho más europeo de lo que lo sería después. No sólo se estaba ya en los umbrales de la democratización, sino que el dinamismo económico era patente. España participó de la Segunda Revolución Industrial y, de hecho, fue el país europeo con mayor tasa de crecimiento industrial del periodo tras Suecia. Con la legislación y los seguros sociales, se echaron también las bases del posterior Estado del Bienestar. El analfabetismo se redujo a mayor velocidad que en ningún otro periodo anterior, y no sólo en los hombres sino también entre las mujeres. Nada que ver, por tanto, con la caricatura de “oligarquía y caciquismo” que nos legaría Joaquín Costa. 

En 1917 tiene lugar la Revolución Rusa que produce un gran impacto en toda Europa. ¿Qué pasó en 1917 en España? ¿Por qué el subtítulo El Estado catalán y el soviet español?

En realidad, la revolución rusa de febrero/marzo de 1917 que derribó al zar Nicolás II, ocurrida en medio de la Primera Guerra Mundial, abrió una coyuntura revolucionaria en toda Europa que se manifestó en cada país con intensidad y resultados más o menos diferentes. En España, a partir del pronunciamiento militar de las Juntas de Defensa el 1 de junio de 1917, diversos actores políticos contrarios tradicionalmente a la Monarquía liberal (el sindicalismo revolucionario de la CNT y la UGT, los nacionalistas catalanes de la Lliga y las distintas facciones en las que permanecía dividido el movimiento republicano) se unieron en una plataforma política que trató de encauzar el golpe militar hacia un cambio de régimen. Si bien sus iniciativas fallaron una tras otra (un levantamiento general previsto para el 1 de julio de 1917; otro que debía coincidir con la reunión de una asamblea de parlamentarios el 19 de ese mismo mes que actuaría como un remedo de Cortes para legitimarlo; y luego una insurrección en agosto de 1917), finalmente en octubre de 1917 las Juntas militares lograron la suficiente cohesión como para derribar al Gobierno de Eduardo Dato y poner fin a las convenciones constitucionales por las que se había regido aquella Monarquía liberal. 

En cuanto al título, el “Estado catalán” hace referencia al objetivo por el que los nacionalistas de la Lliga se embarcaron en aquella revolución: para conseguir un Estado propio en el marco de una España confederal. El “soviet español” alude a dos tipos de organización asamblearia que, como en toda Europa, aparecieron por entonces en España. De un lado, los primeros “consejos de obreros”, esto es, organizaciones ligadas al sindicalismo revolucionario que éste deseaba institucionalizar como vehículo para hacer avanzar la revolución hacia un modelo de sociedad socialista. De otro lado, tenemos los “consejos de soldados”, que se articularon no sólo a través de las Juntas de Defensa de los oficiales del Ejército español, sino también a las de suboficiales y soldados, y que logró corroer la disciplina en los cuerpos armados. 

LOS ACTORES FUNDAMENTALES 

UGT, CNT y la huelga general revolucionaria.

Ambos sindicatos no eran las únicas manifestaciones organizadas del obrerismo español, pero sí la representación más conspicua de las sindicales revolucionarias. Es decir, no sólo (ni principalmente) eran asociaciones que reivindicaban derechos laborales sino, ante todo, los núcleos de la futura sociedad socialista, ya fuera en su versión marxista (UGT) o bakuninista (CNT). En otras palabras, esos sindicatos estaban destinados a sustituir al Estado liberal como forma de organización social. 

Ambas sindicales ya tenían un pacto, desde julio de 1916, para ir a una huelga general revolucionaria que derribase a la Monarquía constitucional. Por ello, acabaron entrando en una alianza más o menos formal con republicanos y nacionalistas. La UGT y la CNT fueron protagonistas del episodio más sangriento de todo este proceso revolucionario: la insurrección de agosto de 1917, que generó un mínimo de 127 muertos y 349 heridos graves. Sus directivos llamaban a los levantamientos que organizaban “huelga general revolucionaria” porque comenzaban con la parálisis y el control de todos los servicios básicos, en la inteligencia de que esta operación debilitaría la capacidad de resistencia de lo que denominaban el “Estado burgués”, y facilitaría su conquista inmediata.

Las juntas del ejército.

Conviene aclarar que las juntas no representaban a todo el Ejército, pero sí a una porción importante y bien organizada. Aunque nacieron inicialmente como un movimiento sindicalista que pretendía controlar la reforma militar en ciernes, con especial énfasis en ascensos, destinos y salarios, y luego evitar la entrada de España en la Primera Guerra Mundial, el pronunciamiento del 1 de junio de 1917 convirtió a las juntas en un poder independiente, que no reconocía superior en la Corona o el Parlamento. Se erigió en actor revolucionario al vincular la regeneración del Ejército con el cambio del sistema político, y colaborar con los adversarios de la Monarquía constitucional, por medio de su figura más relevante, el coronel Benito Márquez. Su segundo pronunciamiento de octubre de 1917, igualmente triunfante, impediría ya en adelante el funcionamiento normalizado del Gobierno parlamentario.

Los republicanos, la Lliga y el Estado catalán.

Si definimos políticamente la modernización en términos de democratización, los nacionalistas de la Lliga o los republicanos eran notoriamente antimodernos. Ambos movimientos eran exclusivistas y, en consecuencia, concebían el cambio de régimen como una palanca para apuntalar su hegemonía política. Los nacionalistas lo pretendían a través de un Estado catalán que aboliera toda jurisdicción de las instituciones nacionales en aquella región y convirtiera a Cataluña en una entidad soberana libremente asociada al resto de España. No hay que olvidar que la Lliga era un partido nacionalista y, como todo movimiento nacionalista de ayer y hoy, postulaba la obtención de un Estado para su “nacionalidad”. 

En cuanto a las distintas facciones republicanas, apostaban por establecer una República de izquierdas. Entendían la democracia al margen del liberalismo, es decir, la consagración de una asamblea soberana por encima de cualquier noción de supremacía de la libertad civil o de la división de los poderes. Por supuesto, esa asamblea estaría controlada por los mismos republicanos, con vistas a asegurar su permanencia sine die en el gobierno. 

García Prieto.

Ha sido una de las grandes revelaciones del libro, por cuanto su figura ha estado tradicionalmente eclipsada por la de Romanones. Sin embargo, en aquella crisis se mostró como un político juicioso y responsable, no exento de destreza. Cuando Dato fue derribado por las Juntas de Defensa y García Prieto hubo de hacerse cargo del poder, todo el mundo pensaba que iba a convertirse en un testaferro de Cambó y los militares rebeldes. Sin embargo, consiguió bloquear los intentos de modificar la Constitución en el sentido asambleísta y confederal que pretendían los revolucionarios, reunió las piezas disgregadas de los partidos monárquicos en una coalición electoral muy cohesionada, que ganó las elecciones de 1918 y evitó que Cambó se erigiera, con la alianza republicano-socialista, en la clave de las futuras Cortes. Secundó, además, eficazmente a su ministro de la Guerra, Juan de la Cierva, para reintegrar a los junteros en la legalidad y destituir al coronel Márquez. Por último, García Prieto evitó una réplica en enero de 1918 del golpe de estado con el que los partidarios de Lenin se hicieron con el poder en Rusia. La revolución habría terminado en marzo de ese año de no ser por el enquistamiento del conflicto de las Juntas civiles de funcionarios, que casi conlleva la parálisis de la administración y, con ella, o una nueva intentona insurreccional o una dictadura militar.

“La revolución de 1917 desvió a España del camino a la democracia liberal”

El rey Alfonso XIII. ¿Su investigación le absuelve de la intromisión excesiva que tradicionalmente se le ha imputado?

En el libro no se velan en absoluto los claroscuros en la gestión que Alfonso XIII hizo de sus facultades constitucionales, ni los errores estratégicos que cometió. El historiador no puede caer en el ditirambo o en la descalificación sin matices. Pero es verdad que se nos ha legado una imagen de ese Rey muy negativa, que procede de la publicística republicana y socialista, y que le ha convertido en el factor fundamental que explica la destrucción de la Monarquía liberal.

Pero durante la revolución de 1917 Alfonso XIII fue, en general, un factor de estabilización. No toleró la destrucción del régimen constitucional pese a las presiones de los militares rebeldes, y sostuvo a sus gobiernos en los peores momentos de aquella crisis. Aquellos meses fueron quizás los más difíciles de su reinado, junto con los de 1923 y 1931, y de hecho estuvo a punto de abdicar en tres ocasiones. La crisis de marzo de 1918 le hizo intervenir para resolver un problema de gobernabilidad que amenazaba con desembocar en una dictadura militar promovida por las Juntas de Defensa. Para evitarlo, patrocinó un “Gobierno Nacional” en el que se integraron todos los jefes de las fuerzas monárquico-constitucionales. 

1917 “la revolución que frustró la democracia”, escribe usted en la conclusión del libro. ¿Sería esta la novedad fundamental que aporta su fundamentada investigación?

El aparato empírico del libro e incluso la lectura de nuestra particular revolución de 1917 es en buena medida novedoso, sobre todo porque la Restauración no ha sido un periodo que se haya beneficiado mucho de la investigación de los especialistas como la Segunda República, la Guerra Civil o el franquismo. Y eso que para entender el funcionamiento y los problemas asociados a nuestra democracia actual es mucho más útil el estudio de la que todavía es hoy la más larga experiencia constitucional de nuestra historia. 

Pero sin duda el libro ofrece una reinterpretación de la crisis de 1917 en la que ésta ya no aparece como una ruptura democratizadora, como se ha insistido tradicionalmente, sino como una revolución que destruyó el proceso democratizador que España había inaugurado ya. A la altura de 1917, con el sufragio universal masculino operativo, los partidos Liberal y Conservador se habían convertido en verdaderas maquinarias electorales que competían por un voto cada vez más movilizado. Ni el fraude, ni la corrupción eran ya por entonces la norma, y los triunfos de ambos partidos se explicaban en que iban sistemáticamente juntos, en una gran coalición, a las elecciones. No puede negarse que aquel régimen estaba adquiriendo los rasgos competitivos clásicos de las democracias liberales. La revolución de 1917 desvió a España de este camino y la condujo a un periodo constituyente, pleno de convulsiones políticas, que no se lograría cancelar ya hasta la Transición.


El director de la revista Antonio Tornel, conversa con Roberto Villa sobre su último libro.

EDUARDO DATO: UNO DE LOS POLÍTICOS MÁS IMPORTANTES DEL SIGLO XX

Otro de los actores fundamentales fue Eduardo Dato. Por cierto, el centenario de su asesinato ha pasado sin apenas repercusión.

Sin duda. De hecho, las conmemoraciones han sido fruto de los esfuerzos de sus descendientes para que no se olvidara su legado. Ellos han sido los que lograron implicar a las administraciones en diversos actos, que más bien han pasado desapercibidos para la opinión pública. Me parece demasiado poco tratándose de uno de nuestros políticos más importantes del siglo, del promotor de nuestra legislación social, del artífice de la neutralidad de España en la Primera Guerra Mundial, o de la figura que sorteó con destreza lo peor de la revolución de 1917. 

Durante esta última, Dato asumió de urgencia el Gobierno el 11 de junio de 1917, diez días después de que el pronunciamiento de las Juntas inaugurara la revolución. Se encontró casi sin resortes de poder, y tuvo que reconstruirlos para hacer frente al levantamiento que republicanos, nacionalistas y sindicalistas preparaban. Antes de que fuera derribado por las Juntas, Dato desarticuló el levantamiento de agosto de 1917. Caben pocas dudas de que evitó, en un momento crítico, que en España pudiera abrirse un proceso parecido al de la revolución rusa de febrero/marzo de ese año.  

 

Antonio Tornel