El 1 de octubre de 1931 se debatía en el Congreso una nueva Constitución. Clara Campoamor, en su encendida defensa del voto femenino, sin apoyo de los suyos afirmaba: “Dejad que la mujer se manifieste como es, para conocerla y para juzgarla; respetad su derecho como ser humano…”. No en vano, con su fuerte convicción y compromiso, consiguió dar un vuelco a un estado de opinión que amenazaba con dejar fuera de la Constitución de 1931 el sufragio universal femenino. Se difundieron auténticas barbaridades atribuyendo debilidad psíquica, de voluntad o inteligencia a las mujeres o afirmando su (nuestra) irracionalidad e histerismo determinantes de incapacidad para emitir un voto como ciudadanas.
Hoy esto nos parece muy lejano, como si nunca hubiera ocurrido, pero ni siquiera han transcurrido 100 años del voto de las mujeres en España.
Soy de una de esas generaciones en las que nuestras madres se empeñaron en vencer esos obstáculos, en conseguir que sus hijas tuvieran más oportunidades que ellas. Madres que velaban por los suyos, olvidándose de si mismas, sin reparar coste ni desgaste; que tenían inteligencia, aptitudes y sueños pero que los sacrificaron y no escatimaron esfuerzos para abrir puertas a sus descendientes por un futuro mejor.
Ahora lo sé y lo reconozco. Y ante los frívolos debates que se abren paso en los titulares de cada día en nombre de un falso feminismo, me parece necesario agradecer a tantas madres su generosa visión feminista: trabajar por la igualdad de oportunidades para sus hijas. Porque la libertad y el acceso en igualdad a las oportunidades y la defensa a ultranza de la dignidad de la persona son parámetros esenciales e irrenunciables en la defensa de los derechos de la mujer.
Dar pasos disfrazados de modernidad defendiendo que los problemas de la mujer pasen a integrar una larga lista de diversidades es cualquier cosa menos un avance
Mujeres célebres por su lucha y por sus logros están en nuestra mente -he comenzado citando a una emblemática jurista y parlamentaria española- pero no olvidemos que es mucho lo que debemos a mujeres anónimas que se vieron sometidas a una forma monocolor de entender las cosas y no se resignaron.
Asistimos a un nuevo y preocupante giro que se ha ido inyectando lentamente y que ahora eclosiona. Falsos feministas, a mi juicio, defienden teorías y normativas que “diluyen” a la mujer en una amalgama conceptual con altas dosis de inseguridad jurídica y que persiguen la llamada deconstrucción de las sexualidades generando riesgos ciertos de retroceso para los derechos de la mujer.
Frivolizar sobre la opresión implícita en el color rosa o sobre el carácter machista de pasarelas en las playas gaditanas puede considerarse una auténtica tomadura de pelo, cualquier cosa menos feminismo, una afrenta a los españoles que sufren numerosos y graves problemas y que no ayuda a superar las brechas reales que aún perjudican a la mujer en el siglo XXI.
Negar la violencia contra la mujer y la necesidad de combatir esta lacra resulta inadmisible.
Pero dar pasos disfrazados de modernidad defendiendo que los problemas de la mujer pasen a integrar una larga lista de diversidades es cualquier cosa menos un avance.
Defiendo, ahora y para las próximas generaciones, la importancia de seguir reivindicando a la mujer; que no se relegue a nadie por ser mujer y que no se persiga al hombre por ser hombre. No se respeta la dignidad de la mujer ignorando sus problemas ni haciéndola “desaparecer” entre una variedad de tipologías o voluntades de origen incierto. Quiero mi libertad y la de todas las mujeres para acceder a las mismas oportunidades que cualquier otra persona.
María Jesús Moro Almaraz