La invasión rusa de Ucrania hace más de 100 días ha sido una llamada de atención estratégica al viejo continente, demostrando que Europa no estaba tan segura como presumía. Cuando en noviembre de 2010 se aprobó el último Concepto Estratégico de la OTAN en Lisboa –documento que describe la forma en la que la Alianza va a dar respuesta a los retos, amenazas y oportunidades en cada momento histórico- se hizo una descripción bastante optimista de la realidad. Se afirmaba que el área euroatlántica estaba en paz, que las posibilidades de una guerra convencional eran muy bajas, y que se seguiría trabajando para sacar adelante una verdadera relación estratégica con Rusia. Una descripción que no encaja ni con la realidad actual ni tampoco con el futuro.
Tras casi cuatro meses de guerra en Ucrania, la palabra que resume la situación es «estancamiento». El 24 de febrero, antes del amanecer, Rusia lanzó ataques de artillería sobre Ucrania antes de enviar tropas hacia las principales ciudades, iniciando una guerra contra un país mucho más pequeño y con un ejército al que superaba ampliamente en número y en capacidades. Todo apuntaba a una rápida derrota del gobierno de Kiev, pero las predicciones resultaron incorrectas. La resistencia ucraniana no sólo fue valiente, sino eficaz. Los países occidentales la apoyaron considerablemente con ayuda militar e inteligencia, y con la imposición de serias sanciones a Rusia. Pero Moscú aprendió la lección, redefinió sus ambiciones de forma algo más modesta, trasladó la mayoría de sus tropas al este y al sur del país y empezó a hacer ciertos progresos lentamente sobre el terreno. Ahora parece haber un ligero cambio en la percepción de que Ucrania lo estaba haciendo extraordinariamente bien. Podríamos estar, por tanto, en una pausa estratégica. Según los analistas, no es probable que el vencedor, si es que lo hay, surja ni siquiera en los próximos meses.
Ante este estancamiento militar, aumentan los llamamientos en Europa Occidental y Estados Unidos para que se dé un impulso diplomático que ponga fin a la guerra
Las nuevas armas occidentales prometidas a Ucrania podrían ayudarla a recuperar algunas ciudades, pero es poco probable que alteren drásticamente el curso de la guerra. Ninguna de las partes se derrumbará ni se rendirá, y las concesiones que puedan registrarse finalmente en un acuerdo de paz serán muy reñidas. Además, las atrocidades que los rusos han cometido en Ucrania, desde Bucha hasta Mariupol y Odesa, hacen políticamente imposible que los dirigentes ucranianos ofrezcan algún tipo de compromiso.
La Rusia de Putin, por su parte, probablemente no esté dispuesta a cumplir su parte de cualquier acuerdo, aunque Moscú también esté sufriendo la invasión. Aislada geopolíticamente, sus bancos han quedado separados de las finanzas occidentales y su producción de petróleo, ya reducida en un 15%, está perdiendo los mercados energéticos de Europa. Sus industrias se enfrentan a una creciente escasez de materiales básicos, piezas de repuesto y componentes de alta tecnología. Además, las decisiones de Finlandia y Suecia de abandonar décadas de no alineamiento militar y solicitar el ingreso en la OTAN han puesto de manifiesto los desastrosos costes estratégicos de su invasión.
Ante este estancamiento militar, aumentan los llamamientos en Europa Occidental y Estados Unidos para que se dé un impulso diplomático que ponga fin a la guerra. Italia propuso un plan de paz de cuatro puntos para Ucrania que culminaría con un alivio de las sanciones a Rusia; el presidente francés Emmanuel Macron repitió su llamamiento a no «humillar» a Rusia; y el ex secretario de Estado estadounidense Henry Kissinger, pidió a Ucrania que cediera territorio a Rusia y que iniciara inmediatamente las negociaciones. Pero en Ucrania se ha impuesto la opinión contraria. Una amplia mayoría se opone a cualquier concesión territorial al igual que el presidente Volodimir Zelenski, ese gran comunicador que se ha convertido en una figura tan heroica como hábil con los mensajes. De ahí que el 80% de los ucranianos crea que el país va en la dirección correcta y que la idea de la identidad ucraniana se haya expandido.
Ninguno de estos acontecimientos tampoco puede desvincularse del enfoque que Estados Unidos, los países europeos y sus socios estratégicos en Asia estaban poniendo en China antes de que Rusia invadiera Ucrania. Es China el principal desafío y un reto más serio y diferente del que supone el presidente Putin, pero ahora ni Estados Unidos ni Europa pueden centrarse en una sola amenaza. Se trata, por tanto, de evitar que esta guerra inadvertidamente favorezca a China o limite la capacidad de Occidente de disuadir o presionar a Pekín en otros frentes.
La guerra está durando más que la capacidad de atención actual de la población mundial. Es difícil resistirse a las distracciones que, en gran parte, son también consecuencias de la guerra: la inflación causada por el aumento de los precios de la energía y los alimentos, el temor a la recesión de las economías occidentales, y la creciente vulnerabilidad del resto de países ya sea por su exposición económica directa de muchos de ellos a Rusia y Ucrania, como por su exposición económica indirecta a los efectos globales de la guerra. Pero no olvidemos la crisis humanitaria: más de 40.000 muertos, 6,8 millones refugiados ucranianos, 8 millones desplazados y 11.000 casos de crímenes de guerra cometidos por soldados rusos contra civiles ucranianos. La guerra tiene una clara víctima y un claro agresor. “No se olviden de Ucrania”, repite Zelensky, «Tenemos los mismos valores, tenemos el mismo color de sangre, y estamos luchando por la libertad”.
Carlota García Encina