Cuando el Colegio de Registradores me pidió que escribiera para este número de su revista enseguida pensé en las mujeres del campo que conocí en Ecuador, en Manabí, una preciosa provincia costera pero con mucha pobreza. Fui varios veranos de voluntaria y trabajé con ellas. Fui a darles talleres de comunicación y algo aprendieron. Pero creo que aprendí yo más de ellas.
Mujeres rurales con pocos estudios, generalmente, con pocos recursos, sencillas, muy dependientes del marido, pero con mucha fortaleza. Unas mujeres que se organizaron porque juntas saben que pueden llegar más lejos y pueden mejorar la vida de sus familias y de sus comunidades. Unas mujeres que, muchas veces, no tienen con qué llenar la olla para dar de comer a los suyos. Y otra mujer, Reina Barahona, una guatemalteca luchadora que lleva casi cuarenta años en Ecuador, organizó y lideró al grupo desde Cáritas de Portoviejo, desde la Asociación de Mujeres Santa Marta. La señora Reina, como la llaman, creó unos microcréditos comunitarios para proyectos del campo y capacitación. Y eso llevó a un proyecto sólido. Organizadas están unidas.
Me llamó la atención la vida y el trabajo en comunidad. Comprenden que la unión hace la fuerza. Se ayudan unas a otras y si alguna tiene un problema intentan resolverlo juntas, como fue el caso de una mujer maltratada. Todas juntas fueron a advertir al marido maltratador. Y funcionó.
Cuando llegas a su pueblo, a su comunidad, es fiesta. Viene alguien de fuera, una “gringa”, a enseñarles algo de lo que ellas saben poco. O creen que saben poco. En realidad, lo que haces es compartir y convivir. Cada uno comparte lo que tiene, lo que sabe. Llegar a esas comunidades no era fácil, caminos imposibles, exuberantes por la grandiosa naturaleza. Te encuentras con casas de caña, de madera o de simple ladrillo al aire. A veces, el suelo es la propia tierra. Y desde la ventana un paisaje espectacular.
Me llamó la atención la vida y el trabajo en comunidad. Comprenden que la unión hace la fuerza. Se ayudan unas a otras y si alguna tiene un problema intentan resolverlo juntas, como fue el caso de una mujer maltratada. Todas juntas fueron a advertir al marido maltratador. Y funcionó
Son buenas anfitrionas, muy hospitalarias, y con ganas de aprender. Sorprende cómo distribuyen su tiempo. Ya nos gustaría con nuestra acelerada vida, ahora más parada por el coronavirus. También sorprende su filosofía de vida cuando hablamos con ellas. Algo debemos aprender. Recuerdo a Maribel, madre de familia, que durante la semana se dedicaba al cuidado de la casa, la huerta y los animales, y los fines de semana iba al instituto para sacar el bachiller que no pudo estudiar en su momento. Recuerdo a Miriam, casada, y con un niño pequeño, que era la conductora del autobús del colegio de la zona. Me maravillaba lo bien que conducía por aquellos caminos y con el autobús lleno de niños. Recuerdo a Carmen, que ya siendo abuela, empezó a estudiar Derecho a los cuarenta años, se licenció a los cuarenta y ocho y encontró trabajo. No es lo habitual, pero algunas mujeres encuentran el momento de estudiar cuando son abuelas, y muchas, allí, los son en la treintena. Recuerdo a Pilar, una abuela de unos sesenta años de una comunidad pequeñita que impulsaba a sus nietas a que tuvieran título universitario. No quería que se limitaran a la casa, que incluye huerta y animales, y a la familia, como habían hecho sus hijas. Todas estas mujeres participan en talleres, o los forman para que alguien se los dé.
Es una sociedad machista pero, a veces, los hombres también sorprenden. Recuerdo a Armando, el marido de Maribel, que apoyaba en todo a su mujer y él mismo ayudaba y participaba en la asociación Santa Marta. Recuerdo, además, y de forma muy especial, a Fredy, otro hombre que apoyaba a la asociación y quería que su mujer formara parte de ella. Pero, en aquel momento no había manera de convencerla.
Como estas mujeres he conocido a muchas en diversas partes del mundo. Son mujeres sembradoras de esperanza en su propia tierra. Son el ejemplo de cómo se puede avanzar con un empuje, como el que les dio Reina Barahona. Son mujeres anónimas que dejan huella.
Patricia Rosety