Habemus ley del teletrabajo (en puridad, Ley del Trabajo a Distancia, RDL 28/200). Tramitada en un tiempo récord, con el consenso de sindicatos, patronales y Gobierno, no ha estado exenta de cierta polémica; desde aquellos entusiastas que ven en ella la solución de todos los males, hasta aquellos que la han criticado con exageración desmesurada. Blanco y negro de opiniones. Si la naturaleza fue tan sabía para darnos 256 tonos de grises, quizás deberíamos aparcar ciertos extremismos para analizar dicha ley con pragmatismo y rigor.
Cualquier aproximación a la norma, con la finalidad de comprender su alcance y pertinencia, debería contener tres perspectivas: antecedentes, contexto de la promulgación y futuro del teletrabajo.
El teletrabajo en España antes de la pandemia era, simplemente, un fracaso sin paliativos. En una cultura laboral como la española, que pivota sobre el presencialismo y el trabajo a demanda y con poca previsión organizativa, el porcentaje de teletrabajadores sobre el total de ocupados era casi anecdótico: un 8% por ciento del total -en su mayoría, en un ejercicio ocasional que no iba más allá que unos pocos días al mes-. Su evolución tampoco invitaba a optimismos: en plena era de la conectividad, tenemos casi el mismo número de teletrabajadores que en 2012. Sirva como prueba que el Acuerdo Marco Europeo sobre teletrabajo, que data de 2002, nunca fue suscrito por España. El teletrabajo vivía en el ostracismo, a causa del evidente desinterés de empresas y del legislador para asentarlo en el centro de la transformación digital.
El contexto de la promulgación de la norma es clave para comprender su sentido. De la noche a la mañana, millones de personas trabajadoras se vieron obligadas a teletrabajar. Muchas sin los mínimos medios de producción que deberían proporcionar las empresas (ordenador, por ejemplo). Sin una referencia a cómo desempeñar su actividad, sin saber qué era eso de la desconexión digital ni si deberían registrar su jornada desde casa. Ante tal desconcierto, una ley reguladora era vista como una forma de poner orden. Especificar qué había que hacer en cada circunstancia y concretar el rol de cada implicado. Aunque sea cierto que la Ley del trabajo a distancia se asemeje en gran parte al citado Acuerdo Marco europeo, y escalone su efectividad en diversos supuestos temporales, su publicación en el BOE la consolida como un texto de obligado cumplimiento.
No obstante, la verdadera cuestión que deberíamos plantearnos es, visto los antecedentes y el contexto que nos lleva a establecer una ley reguladora, cuál será el futuro del teletrabajo en nuestro país. Cuando la pandemia remita, sea antes o después, producto de vacuna, tratamiento o una combinación de ambas, desparecerá el componente de distanciamiento social, y ello conllevará que el trabajo a distancia ya no sea visto como una medida de protección sanitaria. El teletrabajo pasará de necesidad a opción.
Y aquí vendrá la auténtica piedra de toque: ¿qué harán las empresas? ¿Asumirán el reiteradísimo mantra de “el teletrabajo ha venido para quedarse”, o volverán a la inercia de presencialismo caprichoso pero innegociable? ¿Se sentarán con sus empleados y sus representantes a negociar el cuándo, cómo y quién teletrabaja, o recuperarán las excusas esgrimidas durante dos décadas para negar la posibilidad alternativa de trabajar desde casa?
Porque la realidad pos-pandémica con la que nos vamos a encontrar es que, las empresas, para implementar el teletrabajo en su organización, tendrán que asumir cambios profundos. Tendrán que cambiar de cultura y de mentalidad. Tendrán que implementar el trabajo por objetivos, lo que implica confianza mutua y libertad con responsabilidad en la relación empleado-empresa. Tendrán que identificar teletrabajo con flexibilidad y yendo más allá y con la debida perspectiva de género, con conciliación de vida laboral y personal. Necesitarán liderazgo, diálogo social y poder de adaptación.
Una ley no puede cambiar mentalidades, no es su función. Puede enviar un mensaje, pero no puede obligar a nadie a cambiar de pensamiento. Por tanto, la eficacia de una ley como la del teletrabajo, que parte de un principio básico como es la voluntariedad, dependerá especialmente de si las empresas están dispuestas a cambiar. Y como intento compartir siempre que me preguntan, “para la pandemia habrá vacuna; para la cultura del presencialismo, no”.
José Varela