Decía el profesor Benito Arruñada no hace muchas fechas atrás que el problema de los “no vacunados” en una sociedad libre (como las nuestras) es la capacidad individual de discernir cuando la libertad individual nos resulta más cara en todos los términos que el bien social de perderla en favor de un objetivo común.
Desde que las vacunas contra el Covid-19 surgieron, el debate es evidente, y afecta a todo tipo de sociedades, pero especialmente al hemisferio norte. Hay “desconfianza” en millones de personas, uno de esos intangibles que te destrozan unas previsiones de la materia que sea.
En Estados Unidos los “antivacunas” son más bien muy conservadores, en Rusia no se fían ni de su vacuna, ni de su gobierno. En Alemania y Austria, por ejemplo, la población reacia a vacunarse es la que se encuentra más en el espectro político de la izquierda y de la extrema izquierda. En Francia, España e Italia es una mezcla de movimiento de ultraderecha, ultraizquierda y sindicatos de trabajadores. Es complicado sacar un “patrón” del antivacunas “tipo”, aunque sí de las consecuencias de su desconfianza. Por un lado, que de forma recurrente los países occidentales tengan que imponer medidas restrictivas que afectan al equilibrio de sus economías y de la paz social. Por otro, que las constantes mutaciones del virus pongan en riesgo a los más vulnerables, las personas mayores que tienen que ser vacunados y re-vacunados constantemente.
En Mediaset desvelamos recientemente en un reportaje como más de un centenar de médicos de la Sanidad Pública reconocían no haberse vacunado y que recomendaban a sus pacientes la misma práctica.
Desde que las vacunas contra el Covid-19 surgieron, el debate es evidente, y afecta a todo tipo de sociedades, pero especialmente al hemisferio norte. Hay “desconfianza” en millones de personas, uno de esos intangibles que te destrozan unas previsiones de la materia que sea
La cuestión es: ¿Cómo se devuelve la confianza a enormes grupos de población que por razones diversas no confían en la vacuna? No se puede obligar a vacunar, pero si se pueden implementar medidas restrictivas de libertades a quien no se vacune, de hecho hay países que tienen pasaporte covid, cartilla covid o green pass. También se puede obligar a una PCR para ir a trabajar, por ejemplo, o volar en avión. Pero el problema es de fondo: se ha creado tal descrédito sobre las instituciones supranacionales y las empresas farmacéuticas que es muy complicado luchar contra ello. No sabemos que está pasando en China con la variante Ómicron. ¿Ha llegado? ¿Tienen casos? Tampoco sabemos qué posición tiene la OMS, una vez que escondió en el origen la naturaleza e importancia del virus: ¿las mismas personas que anunciaban que no pasaba nada son dignas de seguir teniendo la confianza del mundo?
Y luego está la cuestión de los líderes nacionales o locales. Cuando todo es susceptible de manipularse, incluso las vidas de miles de ciudadanos por el bien de un partido político o un líder, todo es susceptible de ser “dudable”, por los mismos ciudadanos. Solo una política adulta, de mensajes razonables y razonados permitirá conseguir el objetivo de que las libertades individuales se utilicen para el bien común.
Pilar García de la Granja