Tim Berners-Lee, uno de los padres de Internet, premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica en 2002, afirmó en 2011 que los datos serían “la nueva materia prima del siglo XXI”. Es evidente que con esta frase describía algo más que un nuevo modelo económico, pues apuntaba con certeza el rumbo hacia el que, desde hace años, caminan nuestras sociedades. La vida digital implica cambios de profundo calado en nuestras relaciones personales, en los intercambios económicos, en la actividad política y, en general, en todos aquellos aspectos de las relaciones humanas que han sufrido el impacto, casi siempre positivo, del acceso permanente a un volumen infinito de información y a una capacidad de comunicación sin precedentes.
El ciudadano hipercomunicado y permanentemente conectado genera un ingente volumen de datos personales que dejan una huella imborrable sobre numerosos aspectos de la persona y que son susceptibles de ser tratados (almacenados, relacionados con otros datos, analizados desde todo punto de vista, etc.). La trazabilidad de nuestra personalidad es una característica de esta economía de los datos, al igual que lo es la aparición de un riesgo creciente de usos ilegítimos, abusivos, fraudulentos e incluso delictivos de esos datos personales. La consultora IDC sostiene en un informe que en 2021 el 25% de los datos personales de todo el mundo estarán comprometidos. Resulta revelador que en el informe sobre riesgos globales del Foro Económico Mundial de 2018 el fraude o robo de datos personales aparezca como uno de los cinco primeros riesgos del mundo contemporáneo en términos de probabilidad de materializarse.
En este contexto, la protección frente a un uso ilegítimo de los datos personales se convierte en una cuestión medular en el terreno de las libertades públicas, algo que anticipó de forma admirable el Constituyente español en 1978 al contemplar la limitación del uso de la informática en el artículo 18.4 CE, dando pie al Tribunal Constitucional a construir tempranamente la doctrina sobre el contenido esencial de un auténtico derecho fundamental, acreedor de la más intensa protección que dispensa nuestro ordenamiento jurídico, cuyo desarrollo correspondió al legislador orgánico.
El 25 de mayo de 2018 entró en vigor el Reglamento General de Protección de Datos de la Unión Europea lo que implica que, por primera vez, ese derecho fundamental es desarrollado, en primer término, por una norma europea, con todo lo que ello conlleva de cambio de paradigma en nuestra cultura jurídica.
El Reglamento es fruto de un imprescindible y laborioso trabajo de armonización de sensibilidades, tradiciones jurídicas y procedimientos en materia de protección de datos personales en la Unión Europea, presididos por la idea de que en esta materia los esfuerzos nacionales pueden resultar estériles si no convergen hacia respuestas uniformes.
La imprescindible armonización del régimen jurídico de la protección de datos personales, sin embargo, convive con el respeto a ciertos ámbitos de decisión de los Estados miembros en aspectos concretos que la norma europea remite a una concreción posterior por parte de los ordenamientos jurídicos nacionales.
Precisamente para responder a esas remisiones, cincuenta y seis según los expertos, el Congreso de los Diputados trabaja desde hace meses en la aprobación de una nueva ley orgánica que aporte el necesario complemento al Reglamento europeo, de tal suerte que en un futuro próximo la protección de los datos personales estará recogida en dos normas inseparables: el Reglamento europeo y la nueva ley orgánica.
La ponencia parlamentaria que está informando el proyecto de ley en el Congreso está guiada por una clara vocación de alcanzar un gran acuerdo de las fuerzas parlamentarias sobre una materia que no está exenta de complejidad. Cuando concluyan los trabajos de la ponencia, el texto resultante de la aprobación por la Comisión de Justicia y, posteriormente, por el Pleno pasará al Senado para completar el procedimiento legislativo y aprobar así un nuevo texto legal que, sin duda, formará junto al Reglamento europeo un marco jurídico de calidad para garantizar uno de los derechos más relevantes del estatuto de ciudadanía del siglo XXI.
Francisco Martínez Vázquez