Después de varios meses de asedio, Grozni fue calificada por las Naciones Unidas como la ciudad más destruida de la tierra. Humeaban los escombros inertes de la capital de Chechenia. Las portadas de los periódicos recogían las imágenes sombrías de una ciudad sin vida. Entre las ruinas, se cerraba una página de terror en el Cáucaso y un siglo de guerras. La generación de la postguerra fría vivía entonces los asedios desde la distancia. Comenzaba un nuevo milenio y Grozni no tenía cabida. Era un recuerdo derruido y polvoriento. De color grisáceo, como la peste.
Vladimir Putin aprovechó el conflicto contra los terroristas chechenos para detener el deterioro del imperio soviético, desmembrado por los esteparios y los occidentales liberales, más pronto que tarde, neofascistas. Los escombros de Grozni y del World Trade Center humeaban anticipando la vuelta del poder duro, implacable, del armamento pesado, en el nuevo milenio.
Bajmut recuerda a Grozni. Después de Alepo. Más lejano, el asedio de Sarajevo. La secuencia de las ciudades destruidas de la tierra se ha reproducido en las dos últimas décadas a lo largo de Eurasia, como si el fantasma de Grozni y la venganza de la geografía, advertida por Robert Kaplan, fueran el destino final del progreso global. Como si la democracia fuera la peste y el orden liberal una vía de contagio. Como si el postcomunismo de partido único, de hombres grises, sin mujeres, y los regímenes autoritarios, se hubieran convertido en el remedio.
Los intereses revisionistas de China y Rusia en torno al orden internacional tienen una visión coincidente que la trágica sombra de la guerra no puede ocultar
Pero un año después de la invasión ilegal de Ucrania, que ha provocado 300.000 víctimas y ocho millones de refugiados y desplazados, la estrategia y la narrativa no han caído en las garras de la confusión. La resistencia del ejército ucraniano se ha logrado gracias al apoyo de las democracias liberales y a la condena de la agresión por una importante mayoría de estados miembros de Naciones Unidas. Si China y algunos otros países no hubieran mantenido una distante neutralidad, y hubieran presionado política y diplomáticamente a la potencia atacante y apoyado las sanciones para debilitar la voluntad rusa, una solución negociada podría haberse abierto camino. Pero los intereses revisionistas de China y Rusia en torno al orden internacional tienen una visión coincidente que la trágica sombra de la guerra no puede ocultar.
Ambas potencias pretenden debilitar la posición dominante de Occidente en los organismos internacionales. La prolongación de la guerra, prolonga a su vez la imagen global de que los mecanismos de limitación de la violencia, de defensa de las soberanías nacionales y de estabilidad económica y territorial no son eficientes. Ambas, Rusia y China, pretenden incrementar su capacidad de influencia en los asuntos y conflictos globales. Rusia, haciendo patente su fuerza militar y su capacidad de intervención en el mercado energético. Además de su liderazgo geopolítico en el centro y el este de Europa y el Mar Negro. China, poniendo de manifiesto a nivel global su alternativa estratégica frente a Estados Unidos y sus aliados, beligerantes, nocivos para los intereses del Sur Global e incapaces de promover un orden estabilizado.
Mientras se prolonga una guerra en la que no participa, China se presenta como una opción en el proceso de mediación y negociación, que Xi Jinping ha trasladado a la comunidad internacional, de momento sin éxito. Y al mismo tiempo, manteniendo activa una guerra que no puede ganar ni tampoco perder, Rusia mantiene su protagonismo en Europa hasta que la unidad aliada se debilite y la salida negociada le sea más favorable. Pero la resistencia ucraniana y las imágenes de Bajmut no pasan desapercibidas para la opinión pública. Y el recuerdo de las ciudades más destruidas de la tierra sigue conmoviendo a la sociedad mucho más que los argumentos de Putin en contra de la democracia y sus perversiones.
La Estrategia de Seguridad de Estados Unidos publicada en octubre de 2022 afirma, por su parte, que el nuevo orden de competición entre potencias se produce en medio de un proceso de transformación global que enfrenta a las democracias con los autoritarismos. Lo cual sitúa la guerra de Ucrania, en este momento, en el centro de esa transformación. Y, por tanto, habría que preguntarse si el gobierno chino hoy se siente igual de cómodo al lado de Putin, tal y como se sentía hace un año, cuando pretendía ser un país neutral en el conflicto. Ahora que las imágenes de Bajmut destruida, nos recuerdan cómo se sentía aquella generación de la postguerra fría cuando permanecía distante y neutral frente al asedio ruso de Grozni.
José María Peredo