Era noviembre de 2010, cuando aterricé en los juzgados mercantiles de Barcelona. La recuerdo una época maravillosa a la par que dura, no sólo por mi entonces juventud, mi inexperiencia y por ser, de las pocas mujeres que habíamos decidido, por entonces, adentrarnos en el mundo mercantil y concursal, sino también, por la abrumadora cantidad de trabajo que teníamos en aquella época. Día tras días, no paraban de llegar numerosas solicitudes de concurso de acreedores a los juzgados.
Los jueces mercantiles fuimos plenamente conscientes de la responsabilidad que teníamos por delante, de nuestra obligación de prestar un correcto servicio público y de ser parte de la solución y no del problema. Por ese motivo, empezamos a trabajar en grupo, a aunar esfuerzos y experiencia, a unificar criterios para favorecer la seguridad jurídica y reducir la litigiosidad, a buscar soluciones que, muchas veces, iban incluso más allá del propio texto normativo a fin de favorecer la continuidad de las empresas económicamente viables pero que estaban atravesando problemas de insolvencia. Tal era la confianza en nuestro trabajo que muchas de esas experiencias y criterios, se acabaron luego trasladando al texto legal, mediante las reformas legislativas de los años 2011, 2014 y 2015.
Tras un periodo de estabilidad económica, llegó marzo de 2020. A fin de evitar la propagación del COVID 19, el Gobierno de la Nación se vio obligado a decretar el estado de alarma, el confinamiento de la población y el cese de toda actividad empresarial y profesional. Era evidente que se avecinaba una nueva crisis empresarial.
Recuerdo aquellos meses de marzo, abril, mayo y junio de 2020. Fue una época de gran preocupación y prueba de ello, la tenemos en la incesante actividad legislativa que hubo en aquellos meses, en la que se promulgaban continuos RD cuyo principal objetivo era evitar que aquellas empresas que, antes de marzo de 2020, habían sido económicamente viables, se vieran abocadas a solicitar el concurso de acreedores y su liquidación, de ahí que se aprobara una moratoria legal hasta junio de 2022, para darles tiempo a recuperar su actividad, a obtener de nuevos ingresos regulares y poder afrontar de nuevo, en definitiva, sus obligaciones exigibles. A pesar de la bondad de la medida, lo cierto es que esa moratoria legal también ha sido aprovechada indebidamente por muchas empresas, que ya arrastraban dificultades económicas antes del COVID, para cesar su actividad, liquidar todos sus activos sin ningún control ni supervisión y dejar detrás, un reguero de acreedores impagados.
Pues bien, cuando todavía estábamos digiriendo esa “normativa COVID”, el 5 de mayo de 2020 se publica el Texto Refundido de la Ley Concursal, en vigor desde el 1 de septiembre de 2020-. Ello obligó nuevamente a los profesionales a realizar un estudio rápido y profundo de su articulado, ante los cambios que introducía en muchas materias, a pesar de tratarse de una simple “refundición”.
Estamos ante una importante reforma, que rompe con nuestra tradición concursalista y que nos hará adentrarnos en un nuevo paradigma de derecho concursal. Por eso, es perfectamente lógico y comprensible que genere incertidumbre e inquietud
Pues bien, sólo diez meses después, en concreto, el 4 de agosto de 2021, se publicó, en el BOE, el Anteproyecto de Ley de Reforma de la Ley Concursal. Si bien surge con motivo de la trasposición al ordenamiento jurídico español de la Directiva Comunitaria 2019/1023, de marzos de reestructuración temprana, supondrá un cambio de paradigma en la esfera concursal. Básicamente, los pilares fundamentales en los que se sustenta la reforma son:
Por un lado, el Libro I, referido al “concurso de acreedores” en el que se mantiene básicamente el régimen anterior, aunque con una marcada tendencia a la simplificación del procedimiento, lo cual debe ser valorado positivamente.
Destaca, asimismo, la supresión del acuerdo extrajudicial de pagos lo cual es perfectamente lógico pues la praxis judicial puso en evidencia la inoperancia de esta fase y que la misma sólo era un obstáculo más para que los deudores pudieran acceder a su anhelado beneficio de exoneración del pasivo insatisfecho. Con todo, aunque la reforma debe ser aplaudida en este punto, la férrea protección del crédito público, seguirá siendo el mayor impedimento para que muchos deudores puedan acceder a la exoneración del pasivo, principalmente, aquellos cuya deuda proceda mayoritariamente de procesos de derivación de responsabilidad por parte de los organismos públicos.
Por otro lado, está el Libro II, referido a los “planes de reestructuración”. Destaca el nuevo sistema de “clases” y la posibilidad de imponer su contenido, no sólo a los acreedores disidentes sino también, a los propios socios, de tal manera que el derecho societario no será ya un óbice para conseguir la reestructuración de la deuda.
Por último, el Libro III, que regula un “procedimiento especial de micropymes”, absolutamente novedoso, en el que se pretende que sea el propio deudor, sin abogado ni administración concursal, a través de formularios normalizados a presentar telemáticamente, que sea él quien dirija el concurso, liquide, pague a los acreedores (no se sabe por qué orden) y rinda cuentas de su actuación. Veremos a ver cómo funciona en la práctica este procedimiento, aunque intuyo que desincentivará a las pequeñas empresas a acudir al procedimiento concursal y a seguir con liquidaciones desordenadas. Cierto es que la ley deja abierta la posibilidad de que los acreedores puedan pedir el nombramiento de un administrador concursal, si bien, en la medida en que deberán asumir su coste, hace que tenga pocos visos de prosperar y de ser utilizada pues carece de toda lógica económica, asumir un coste que no es para beneficio particular sino del grupo. Por ello, lo normal será que los acreedores acudan a las acciones de responsabilidad societaria, si quieren luchar por la recuperación de sus créditos.
Concluyendo, estamos ante una importante reforma, que rompe con nuestra tradición concursalista y que nos hará adentrarnos en un nuevo paradigma de derecho concursal. Por eso, es perfectamente lógico y comprensible que genere incertidumbre e inquietud.
Por otro parte, genera mucha desazón la desconfianza que transmite el legislador hacia nuestro procedimiento concursal y a los profesionales que intervenimos en él, como jueces, registradores, abogados, administradores concursales, etc. cuando, a lo mejor, el problema haya venido más bien motivado por una infradotación de medios humanos y materiales.
Estamos, pues, ante una reforma que lejos de ser acogida con ilusión, ha generado desconcierto y desazón. Sólo el tiempo dirá si esos temores eran reales o simplemente, el miedo a lo desconocido. Veremos.
Bárbara Córdoba Adao