En los últimos veinte años, el Derecho penal se ha convertido en uno de los instrumentos preferentes para combatir en nuestro país la violencia ejercida sobre la mujer como forma de dominación. Durante lustros, este sistema (protagonizado por la Ley Orgánica 1/2004 de 28 de diciembre de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género) se ha focalizado intensamente sobre la violencia de género cometida en el seno de la pareja, con un modelo de intervención que ha combinado medidas punitivas (subtipos agravados en lesiones, malos tratos, amenazas y coacciones cuando son cometidas por el hombre sobre su pareja o ex pareja femenina, en una discutida asimetría punitiva por género dada por buena por la STC 59/2008), de orden procesal-penal (institución de una jurisdicción especializada, creación de un sistema de protección y atención a las víctimas, intensificación de las obligaciones estatales de investigación de estos delitos -STC 87/2020-) e incluso particularidades en el ámbito penitenciario.
En los últimos años, en cambio, se viene produciendo una modificación de enfoque en la estela del Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra la mujer y la violencia doméstica (conocido como el Convenio de Estambul, de 2011), que -aunque conviva, y no siempre de modo sencillo, con el sentado por la LOVG- transita hacia una visión más comprensiva, en la que el tratamiento penal de los delitos cometidos sobre las mujeres por el hecho de serlo se singulariza mediante la introducción (por la LO 1/2015) del actuar por “razones de género” en la agravante del art. 22.4ª CP, aplicable a todo tipo de delitos y sin necesidad de vinculación de pareja entre sujetos activo y pasivo. En esta segunda línea se enmarca el llamado Pacto de Estado contra la violencia de género de 2019, que se marca como líneas directrices, entre otras, ampliar el concepto a todos los tipos de violencia contra las mujeres contenidos en el Convenio de Estambul, modificar o ampliar algunos delitos que aparecen como expresión de la violencia de género, limitar las circunstancias atenuantes (de confesión y reparación del daño), así como extender el campo de aplicación de las circunstancias agravantes, y no solo la de género, sino también de circunstancias comunes (como la reincidencia).
No parece estar de más una apelación a la contención del legislador en este momento de cambio. Por fundamental que sea (que lo es) el objetivo perseguido, la intervención punitiva ha de conciliarse con los principios constitucionales de culpabilidad y sobre todo de proporcionalidad de las penas
Los logros que ya sea con uno u otro enfoque puede ameritar la lucha contra las distintas formas de violencia sobre las mujeres no deben ocultar, con todo, algunas sombras. Algunos elementos relevantes del modelo de la LOVG distan mucho de ser pacíficos y se encuentran sometidos a fuerte discusión; así acontece, por ejemplo –por más que fuera considerada constitucional por la STC 60/2010- con la imposición obligatoria de la pena accesoria de alejamiento ex art. 57.2 CP en cualquier delito de violencia en la pareja (sin importar su gravedad o la voluntad de la mujer protegida), o con la prohibición absoluta de la operatividad de la mediación en este ámbito, dos opciones que destilan un paternalismo legal respecto a la mujer difícilmente justificable; y lo mismo puede decirse de la interpretación objetivizante sentada por la STS 677/2018, según la cual toda violencia ejercida por un hombre sobre su pareja o ex pareja ha de interpretarse necesariamente como expresión de dominación –con las especiales consecuencias punitivas que ello comporta-, también en los casos de agresiones mutuas. Por otro lado, un sector relevante de la doctrina especializada viene llamando la atención sobre el sesgo punitivista y expansivo inherente a las líneas maestras del Pacto de Estado antes citado.
Así pues, no parece estar de más una apelación a la contención del legislador en este momento de cambio. Por fundamental que sea (que lo es) el objetivo perseguido, la intervención punitiva ha de conciliarse con los principios constitucionales de culpabilidad y sobre todo de proporcionalidad de las penas, y evitar que el relativo a la violencia de género derive en una suerte de nuevo “Derecho penal del enemigo”, con la relajación de estas y otras garantías que ello conlleva. A todos (legislador, jueces y tribunales, doctrina) nos corresponde contribuir a conformar una intervención punitiva racional y garantista.
Carmen Tomás-Valiente Lanuza