Unos no la quisimos cerca. Otros no la quisieron ver. La crisis en la que entramos sólo se parecerá a anteriores en el hecho de que su magnitud fue negada políticamente. Pero nunca en la etapa democrática nos hemos enfrentado a una crisis con una entrada tan brutal y drástica -según el Gobierno, este año el desplome será del -9,2% del PIB-. Y nunca nos hemos tenido que ver en esta tesitura en la historia más cercana con una capacidad de amortiguación tan reducida: nunca en las décadas recientes, España se ha enfrentado sin ninguna capacidad de elusión del impacto a una caída en picado con una deuda pública del 95,50% del PIB (casi 1,2 billones de euros). Y menos aún, con un plan de Gobierno basado únicamente en la expansión aún mayor del gasto y la deuda, y ello al margen de los necesarios desembolsos para intentar reactivar la economía.
Pero si el impacto no era evitable, no así las consecuencias dramáticas.
Nuestro estado del bienestar no ha conseguido cerrar con un déficit bajo control ya en 2019 y con un 2% de avance del PIB: En términos absolutos, España registró, cuando no olía a coronavirus, un déficit de 35.195 millones de euros el pasado año, superior al registrado en 2018 de 30.495 millones de euros. Y su PIB no ha dejado de debilitarse -antes de que llegará el COVID-19- desde el año 2015: 3,8% en 2015, 3% en 2016, 2,9% en 2017, 2,4% en 2018, y 2% en 20129.
Pero nadie quiso asumir que nuestras finanzas eran incapaces de sostenerse sin la ayuda eterna del BCE. Que nuestro estado del bienestar era, como se dice actualmente, difícilmente sostenible.
Ahora, con el COVID-19, el drama se convierte simplemente en colosal.
La llegada de la crisis no ha podido ser evitada, efectivamente. Pero sí, por supuesto, la falta de previsión en la reacción frente a las alertas sanitarias internacionales por el avance del virus, y sí, por supuesto, la falta de preparación de la economía española ante un cisne negro. Y este cisne tiene el tamaño de toda una granja.
Pero, pensar en ese tipo de cuestiones, por lo visto, debe ser cosa de “austericidas”. Prevenir las situaciones, por lo visto, debe ser cuestión de “neoliberales”.
La política fiscal y presupuestaria del Gobierno, hoy, se convierte en una de las mayores y más claras amenazas para la salida de la crisis. El shock del COVID-19 llega con unas finanzas públicas desequilibradas, con unos niveles de déficit y de deuda injustificables tras seis años de expansión. Y con unas recetas para la salida de la crisis basadas en la inyección de dinero público en todo aquello que no garantiza su conversión en empleo.
Desde 2014, la disminución del endeudamiento del sector público en cinco puntos del PIB ha respondido únicamente a razones cíclicas y al descenso de la carga financiera de la deuda derivada de los bajos tipos de interés. Nunca a medidas estructurales de equilibrio financiero, que no han existido de ninguna de las maneras.
Y ahora, el nuevo Plan de Estabilidad remitido por el Gobierno a la Comisión Europea mantiene esa tónica cero reformista ante el inicio de la asunción de lo que amenaza con convertirse en una depresión: ni se indica cómo pretende el Gobierno abordar y corregir el deterioro financiero del sector público en el medio plazo, ni se señala el supuesto factor que debería hacer que, desde los datos de 2020, con un déficit público previsto del 10,3% y una deuda pública del 115,5%, podamos retornar a situaciones asumibles.
Y esta situación eleva de manera notable los riesgos de un colapso fiscal presupuestario y de su consiguiente rescate.
La posibilidad del Tesoro de colocar deuda soberana en el mercado tenderá a reducirse cada vez más. Con un déficit público de dos dígitos del PIB, con una deuda/PIB por encima del 100 por 100 y con unas expectativas económicas adversas, los incentivos de los ahorradores para invertir en bonos soberanos españoles serán limitados. Y la prima de riesgo iniciará su escalada.
El BCE no podrá asistirnos de manera indefinida e ilimitada: de facto, sólo puede tener en su balance hasta un 30 por 100 de bonos soberanos de un país. Y sólo la última actualización del plan remitido a Bruselas, dibuja ya un panorama de deuda pública con avance de 20 puntos del PIB: todo un salto al vacío.
Carlos Cuesta