Conozco solo dos caminos para alcanzar el más alto grado de admiración por alguien, y ambos atraviesan la noción de amor: compartir la propia vida es el primero, el segundo, la literatura. Leer es dejarse invadir por la conciencia de un ser, su sensibilidad, el calor de sus palabras, sus anhelos y hasta su cuerpo. Leer me ha llevado a admirar profundamente, más que a ningún otro escritor vivo, a Annie Ernaux, flamante Premio Nobel de Literatura de 2022, uno de los más grandes actos de justicia vividos en el mundo de las letras en los últimos tiempos.
Podemos dividir la obra de Ernaux en tres grandes grupos: por un lado, los libros de pree-minencia social, en los que explora su posición como tránsfuga de clase, sus relaciones familiares, su condición de mujer y su aborto clandestino (Los armarios vacíos, Ce qu’ils disent ou rien, El lugar, El acontecimiento, La mujer helada, La vergüenza, Una mujer, La otra hija), y por otro lado, aquellos títulos en los que resuena un mismo tema nuclear, precipitado de todos los demás, la ensoñación del placer, la vida de un cuerpo, o, como escribió Marcel Proust, las intermitencias del corazón (Perderse, Pura pasión, El uso de la foto, La ocupación, El joven hombre). Finalmente, un tercer grupo integrado por textos de carácter diarístico, una auto-socio-biografía, como los demás, pero con rasgos marcadamente independientes, más ligados a la etapa de vida madura en Cergy (su hogar de residencia, situado a 50 kilómetros de París) que a las fuentes germinales de la infancia y la primera juventud en Ivetot, en Normandía (Mira las luces amor mío, No he salido de mi noche, Journal du dehors y La vie extérieur, estos dos últimos pendientes aún de traducir al castellano).
Lejos de estas tres categorías, sitúo dos títulos nacidos de su pluma como galaxias independientes, dos de sus más grandes y prolongados proyectos de escritura: Los años y Memoria de chica.
Junto a este compendio casi arborescente de títulos que van ocupando las etapas de la vida, encontramos también una serie de desconocidas y valiosísimas piezas de corto aliento: «Hôtel Casanova», «L’homme à la poste , À C.», «Retours», «Leipzig, passage», «De l’autre côté du siècle», o «La fête».
Y finalmente, los diarios personales de Ernaux, inéditos, y que no verán la luz en vida de la escritora, como ella misma ha asegurado. Solo hemos conocido pequeños fragmentos publicados en el Cahier de l’Herne, un monográfico de mayo de 2022, además de Perderse –ese sublime retrato de la pasión amorosa y la pulsión de escribir– y el esclarecedor diario de escritura reeditado el pasado año en una edición aumentada con el título L’atelier noir (El taller negro).
Trazado el monumento de la obra, intentemos desvelar las claves de su poética. Ernaux escribe siempre a partir de la fuerza de las formas materiales, imágenes personales interiorizadas, de una gran capacidad sinestésica, rostros e instantes como seísmos de una vida: la pasión que deslumbra junto a un diplomático ruso, la llegada a la burguesía, su cáncer de mama (superado en 2004), la muerte de su madre, el abuso vivido durante su primera experiencia sexual en 1958, el ostracismo al que queda condenada a los 17 años en una colonia de vacaciones, la dificultad de su matrimonio, la muerte de una hermana a la que nunca conoció, su relación con un hombre treinta años menor… Cada libro que Ernaux emprende modifica las coordenadas sensibles de su existencia. En la primera página de su último texto, Le jeune homme, leemos: «si no las escribo, las cosas no han llegado a término, han sido solamente vividas».
Para Ernaux, la literatura es el terreno donde la vida se esclarece, pierde opacidad, una idea que nos devuelve una vez más a Marcel Proust, que aseguraba que la literatura era «la vida descubierta y esclarecida».
Un esquema estilístico recurrente, que podemos denominar el topos del cuerpo, se sucede sin límites a lo largo de los libros de Ernaux. Los signos materiales y luminosos de un cuerpo que ama, gime y lucha frente al silencio y el olvido. La imagen corporal es un principio iterativo absoluto. Los pensamientos y reflexiones más válidos son alcanzados a través de la evocación de realidades corporeizadas. Toda forma de escritura es una continua proyección cognitiva, y la ensoñación del cuerpo posibilita en la literatura de Annie Ernaux una revelación psíquica.
De entre todas las motivaciones de la literatura, cabe destacar la persecución de una idea, un fundamento, una certeza siempre tambaleante que solo por mediación de la prédica poética puede verse instaurada: desbrozar la linde del pasado en pos de un conocimiento ontológico. Annie Ernaux lo explicita en una compleja, rica y dilatada entrevista concedida a Frédéric-Yves Jeannet, constituida más adelante en el libro L’écriture comme un couteau, en la que afirma sentir la escritura como un cuchillo, el arma de la que siente necesidad, parte integrante del proceso de búsqueda, del desvelamiento de lo real.
Annie Ernaux crea a través del llamado tiempo de la conciencia rompiendo la concepción tradicional del relato y ensalzando la intimidad de la escritura autobiográfica en el cifrado de un contra-tiempo, una forma propia de contra-percepción, la de la fuerza de la memoria y la confrontación del Otro. La morfología de sus obras, híbrida y dialógica –pues la escritora entra en comunicación sin cese con la mujer que fue–, fortalece un relato integrador en que serán esenciales la presencia de lo fotográfico, la arqueología del recuerdo, el poder evocador de los espacios y las canciones de época o cada sensación que se sueña y recrea en un nuevo plano de conciencia.
Los objetos artísticos de Ernaux son instrumentos en beneficio de una lógica de la acción y de un claro fortalecimiento de la percepción creativa y de la representación simbólica. Esto genera, empleando un concepto del psiquiatra y psicoanalista inglés D. W. Winnicott, «un espacio potencial», un espacio de integración que posibilita el inmenso desarrollo de las capacidades imaginarias, mnemotécnicas y reflexivas de la escritora.
Para Ernaux, la vida ofrece organizaciones desconocidas de escritura que exigen un claro distanciamiento con respecto a lo experimentado, como una puesta a punto, y que ingresan en un marco de acción universal. La escritura restaura, sana la herida de las vivencias traumáticas (se aprecia especialmente en títulos como El acontecimiento o Memoria de chica), vincula la memoria individual y las memorias colectivas, forja una visión transformadora de la identidad y, ante todo, es capaz de hacernos felices.
Creo que han existido pocos autores que hayan convivido con la escritura de un modo más honesto, valiente y comprometido que Ernaux. Su valor ha sido siempre el de escribir contra las fuerzas de dominación y contra el discurso normativo. Un ejemplo de ello es la redacción de El lugar, el libro dedicado a la memoria de su padre, para el que dispone una escritura factual, desnuda, certera, la dureza y la claridad de un hueso, pues debe escribir también contra el uso más dogmático, institucionalizado y agresivo de la lengua literaria francesa.
Destaco del estilo de su obra la poesía descarnada, su clarividente violencia, el poder rotundo de las frases que nacen como un aliento de vida, un gesto de amor y de resistencia, de conocimiento, su pureza –la escritura como una lámina de vidrio, transparente– y su vocación de verdad.
Para Ernaux, la escritura es una inmersión, su verdadero lugar –le vrai lieu–. Escribir, considera, es algo similar a sacar piedras del fondo de un río. Annie siente que hay en lo que se vive algo inmenso, que pide ser cuestionado incesantemente. Salvando su vida, salvando lo que le sucede, lo que le ha atravesado, dándole forma a través de libros, salva también algo para todos nosotros, una forma de conocimiento que solo puede ser alcanzada a través de la emoción. Porque cuando escribe, Annie Ernaux descarna la realidad para hacerla ver mejor.
Concluyamos con sus propias palabras, esas líneas extraordinarias del final de El acontecimiento: «y quizás el verdadero objetivo de mi vida sea este: que mi cuerpo, mis sensaciones y mis pensamientos se conviertan en escritura, es decir, en algo inteligible y general, y que mi existencia pase a disolverse completamente en la cabeza y en la vida de los otros».
Manuel Rodríguez Avís