En España pasan, claro, muchas cosas. Cosas tan gordas como el principio y, ahora, el fin de ETA, pongamos por caso. Pero rara vez se analizan a fondo los fenómenos políticos, económicos o sociales que compiten por acaparar nuestros titulares. Siempre he pensado que la verdadera crónica política en este país nuestro es la de una frivolidad anunciada. Hay que ver los ecos del ‘disfraz’ de la vicepresidenta en Mozambique. O los que en su día tuvo el vestido de la ministra de Cultura, original de una polémica diseñadora, en la gala de los premios Goya. O la bronca porque el presidente fumó en La Moncloa durante su histórica reunión con Artur Mas para cerrar un acuerdo sobre el Estatut, ¿recuerdan?.
No resulta extraño este actual humor por lo periférico en un país en el que el motín más conocido es el de Esquilache, porque obligó a recortar las capas de los madrileños, tratando de facilitar un aspecto más aseado para los transeúntes. Es España nación que rara vez protesta, hasta que la gota desborda el vaso, por la injusticia y la opresión: las aguantamos muchos años. No conozco muchas manifestaciones por el precio del pan, pero sí bastantes contra textos legales que hoy nadie recuerda, porque eran cuestiones claramente menores. Prolifera la rebelión estética, la que linda con la burla. Por eso, cada vez que un ministro/a sale en una revista de modas, o se aviene a aceptar un tocado femenino ofrecido como regalo al huésped distinguido, se arma la marimorena.
Rara vez se analizan a fondo los fenómenos políticos, económicos o sociales que compiten por acaparar nuestros titulares. Siempre he pensado que la verdadera crónica política en este país nuestro es la de una frivolidad anunciada
Algunas veces lo he dicho y muchas lo he pensado: este es un país feliz en el fondo, capaz de apasionarse hasta las cuchilladas por un torero frente a otro, un poeta contra otro, un cantante en lugar de otro. El único país del mundo en el que las manifestaciones en favor del botellón amenazan con ser mayores que las que organizan los obispos en protesta por la Ley de Educación, pongamos por caso. O la Ley de Educación no era, en el fondo, tan, tan mala, o es que somos unos folclóricos sin remedio. Y tengo para mí que somos unos folclóricos sin remedio: el país de la fiesta y de las fiestas. Lo que no tiene por qué ser necesariamente malo, desde luego.
Me decía Adolfo Suárez, cuando él había perdido ya el poder y se afanaba por sacar adelante aquel fantasmal partido, el CDS, con el que quería resucitar la idea del centro, tan poco fértil en el país de los extremos, que los españoles son fáciles de ser gobernados, por pastueños, hasta que los niveles de cólera hacen saltar los diques. “Lo malo es que nadie puede predecir qué es lo que puede motivar la cólera”, añadía el gran presidente. Si lo sabría él, que sufrió los peores ataques de una prensa que, apenas meses después, lo elogiaba sin mesura. Y, así, ayer atacábamos a María Teresa Fernández de la Vega por haberse disfrazado de campesina en un país africano, y mañana la glorificaremos, precisamente por ese mismo disfraz. Según, ya digo, cómo ande el humor en el país feliz, tan veleta, tan suyo.
A veces tan deliciosamente frívolo.