Antes y después del Covid. Así se caracterizará temporalmente los principales hechos de buena parte del siglo XXI. En 2020 cambió la vida de la humanidad. Una pandemia paró el mundo. Los estragos en vidas y haciendas individuales, en costes sociales, económicos y de salud, que atenazaban a las naciones empezaban a aliviarse cuando un autócrata quiso restaurar el imperio de los zares rusos y recuperar los confines de la extinta Unión Soviética. Vladimir Putin, presidente de la Federación Rusa, invadió el 24 de febrero de este año 2022 un país soberano, Ucrania, con argumentos tan falsos como intolerables. Europa, al completo, entró en guerra. La Unión Europea se puso al frente de la aportación de armas y ayuda en inteligencia militar. A partir de ahí las desgracias se concatenaron y mostraron, una vez más, la interdependencia entre países. De la guerra a los recortes del gas y, de ahí, a las restricciones en energía que están aún por venir. Además del frio, que se anuncia pueden sufrir los ciudadanos, desde los Urales hasta el Mediterráneo, la inflación azota ya todos los días. La imprevisibilidad del mazazo de Putin y sus consecuencias devastadoras, introducen al mundo en la incertidumbre. Este es el vocablo que repiten economistas, expertos y gobernantes.
La incertidumbre es la única certeza con la que va a terminar el año, y valga la paradoja. Con ella ha comenzado el otoño y empezará el invierno.
La cohesión de los países europeos es el único dato de la realidad que produce tranquilidad. El milagro de la unidad europea, por inesperado, debe imperiosamente continuar y extenderse a las medidas económicas
La duración de la guerra y el precio de los productos energéticos son los dos elementos que encabezan todos los análisis. La cohesión de los países europeos es el único dato de la realidad que produce tranquilidad. El milagro de la unidad europea, por inesperado, debe imperiosamente continuar y extenderse a las medidas económicas. Hasta ahora, el reto va cumpliéndose, dentro de los matices diferenciales, las necesidades nacionales, aunque haya que discutir cada propuesta, con vaivenes y rectificaciones.
La unidad europea, todos bajo el mismo paraguas, debiera ser ejemplo para cada una de las naciones. En España está aún por producirse. Las tensiones entre sindicatos y empresarios afloran con cierta fuerza, después de un cuatrienio de acuerdos encadenados. Esa paz social resultó tan natural que ni siquiera se resaltó. La pérdida de poder adquisitivo ante la subida de todos los productos, los cotidianos y los extraordinarios, empuja a las centrales sindicales a alzar la voz. Los empresarios, representados en la CEOE, argumentan que no pueden aceptar subidas salariales en la seguridad de que interrumpiría la viabilidad de las compañías. La negociación de los convenios colectivos está rota y la posibilidad de un pacto de rentas se aleja casi definitivamente.
En el plano político no hay acuerdo en asuntos esenciales por mucho que los augurios sean cada vez más alarmantes. Las voces que claman por los segundos pactos de la Moncloa, desde la restauración de la democracia en España, se apagarán por ausencia de eco. Puede darse por garantizado que habrá una mayoría parlamentaria para sacar adelante las medidas que haya que tomar, sobre la marcha, improvisadas, según las circunstancias, pero no habrá un pacto de país en medio de una crisis sin perfiles definidos y con la losa de la incertidumbre.
Anabel Díez