El aire del estudio se electriza. Los tubos de neón lo impregnan todo con su impaciente luz de hospital, un vaho de tinta y ozono sube por el cuello de los micrófonos-jirafa, y en la arista del falso techo se cruzan el destello de los pilotos y el repiqueteo de las cigarras. Mientras me encajo los auriculares sobre las sienes como quien se ajusta una prótesis, recibo un inquietante mensaje por la línea de órdenes: el primer invitado del día no está a punto por tres razones; a saber, se ha malogrado la comunicación vía satélite, algo extraño ocurre en la mesa de mezclas, y el teléfono de contacto no cesa de comunicar. De pronto recibo un hormigueo sospechoso en la muñeca izquierda, tengo la retina empañada y, válgame Dios, las cervicales me crujen como piezas de yeso.
Una vez más reconozco los síntomas del problema. Todos proceden de mi zumbador biológico y significan que faltan exactamente un minuto para el cardiograma de los pitidos horarios. Cuando suene el quinto, ese estilete algo más largo que se clava en la nuca como una aguja percutora, el programa habrá de empezar. Irremediablemente. Y, claro está, mi seguridad se reduce a la certeza de que conozco las dos primeras palabras que diré. O sea, Buenos días.
Ahora faltan veinte segundos. La línea de órdenes vuelve a chisporrotear: por fin el invitado descuelga el teléfono y está a punto para la entrevista. El tiempo cae a chorros desde el reloj de cuarzo y marca una invariable secuencia: la cigarra de avisos suena como un viejo despertador afónico, trato de aclararme la garganta, recibo los cinco alfilerazos de costumbre, y digo con una convicción inesperada las dos únicas palabras que conozco. Bue-noss dí-ass.
Luego saludo al personaje, converso con él y me atengo al tiempo convenido.
…Por un extraño efecto de precipitación, las siete horas de programa se suceden en una progresión vertiginosa sólo alterada por las regletas, los portazos, el tecleo del ordenador y varias trampas de fibra óptica. De pronto es la una de la tarde, me apremian desde el control de continuidad, despido el programa y resoplo por última vez. En ese instante tengo una persistente taquicardia; me temo un crecimiento exponencial del ácido úrico, y de las punzadas en el pecho prefiero no hablar.
Ahora faltan veinte segundos. El tiempo cae a chorros desde el reloj de cuarzo y marca una invariable secuencia: la cigarra de avisos suena como un viejo despertador afónico, trato de aclararme la garganta, recibo los cinco alfilerazos de costumbre, y digo con una convicción inesperada las dos únicas palabras que conozco. Bue-noss dí-ass
Entonces suena el teléfono: horror, es la terrible llamada de mi madre; la llamada de la una y cinco. Cuando quiera darme cuenta me habrá hecho media docena de reproches: por qué no preguntaste, por qué no dijiste aquello, por qué no comentaste lo otro… Descuelgo.
– Soy tu madre. ¿Por qué no preguntaste esto? ¿Por qué no dijiste aquello? ¿Por qué no comentaste lo otro? Definitivamente te has equivocado de carrera.
– ¿Pero no quedamos en que estabas orgullosa de que tu hijo fuera notario de la actualidad?
– No, hijo mío: lo que yo te dije es que quería tener en la familia un registrador de la propiedad.