En momentos de aflicción y zozobra profesional, un buen amigo y mejor periodista, suele apelar con mucho sentido del humor al consejo que le dió un tío suyo, D. Venancio Madero, ilustre registrador, quien opinaba que lo del periodismo era cosa de la farándula y que si quería terminar escribiendo en un periódico, y además como ninguno, lo mejor es que hiciera Derecho que también le permitía opositar a Registros. Mi amigo, huérfano de padre, desdeñó obviamente el consejo patriarcal del tío Venancio, estudió Ciencias de la Información, y cada vez que el decaimiento o la frustración se ceban con nuestra frágil moral de ciclotímicos, no dejamos de insuflarnos entereza y optimismo, recordando con ironía “cuanta razón tenía el tío Venancio; ¿porqué no haríamos Derecho y después oposiciones a registrador de la propiedad?”.
Bien es cierto que el concepto que el tío Venancio tenía del periodismo tampoco era muy diferente al de algunos profesionales. Se le atribuye a un joven periodista francés que trabajaba para París Match la siguiente anécdota, reveladora de las dudas que desde el punto de vista social y de las apariencias suscitaba su condición de “journaliste”, al menos entre su familia; durante el encuentro casual con un amigo, le advirtió que no dijera a sus padres que era periodista, periodista nunca; tenía que decirles que trabajaba de pianista en un club de putas en París. Una “boutade”, sin duda, que ilustra hasta que punto el periodismo estuvo asociado, hasta hace dos telediarios, a tiempos de farándula canina y de ociosa bohemia.
Dada la influencia notable que ejercemos en amplias capas de la población está bien que sometamos a revisión crítica permanente nuestro quehacer diario y, sobre todo, cuando éste deriva hacia registros perversos que rayan, incluso, en lo delictivo
No pretendo, ni mucho menos, con estas divertidas anécdotas el desprestigio de mi profesión, que además goza de una valoración muy positiva entre los españoles según las sucesivas encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas, y que, personalmente, mucho me ha dado, y sigue dándome, durante seis apasionantes vidas radiofónicas, en otras tantas cadenas de emisoras. Con ello sólo quiero subrayar que los periodistas, en general, somos bastante autocríticos, poco corporativistas y nada entregados al autobombo y la complaciencia, aunque pudiera pensarse lo contrario, cuando abordamos los flancos débiles y menos presentables de nuestra profesión como son el amarillismo, el sensacionalismo, el sectarismo o el fenómeno de la telebasura, al que recomiendo combatir con la misma arma de Groucho Marx: la lectura. Nada más entrar en su casa, Groucho encendía la televisión y se iba a la habitación de al lado con un libro. Claro, eso podía hacerlo alguien con tanto ingenio y sarcasmo como para dejar escrito en su lápida, “perdonen que no me levante”.
Dada la influencia notable que ejercemos en amplias capas de la población está bien que sometamos a revisión crítica permanente nuestro quehacer diario y, sobre todo, cuando éste deriva hacia registros perversos que rayan, incluso, en lo delictivo. Se trata de evitar también, como escribió Phillip Meyer en su libro “Periodismo de Precisión”, que “el periodismo acabe muriendo por falta de independencia o totalmente invadido por las relaciones públicas, el entretenimiento y la publicidad”.
Un diagnóstico que afecta en parte a España, donde algunos medios corren el riesgo de convertirse en agentes de la acción política y sus periodistas en brazos ejecutores de esa acción, alentados por telespectadores, oyentes y lectores, a los que aparentemente no preocupa tanto la veracidad de la información que reciben como que la opinión que la acompaña se identifique con su línea de pensamiento. Se caería en un periodismo militante, incompatible con la veracidad exigible a las noticias y con la honestidad para opinar. Fueron, asimismo, los responsables de las televisiones o de los programas “basura” quienes intentaron justificar con las audiencias, en las demandas de un público que no sería inocente, la carga de zafiedad, superficialidad y mediocridad de sus contenidos, ignorando que son medios regulados por una concesión administrativa del Gobierno, y por tanto, obligados a satisfacer con sus programaciones una deseable perspectiva social que fomente la regeneración y el progreso del país.