Partamos de un hecho: en España sigue existiendo discriminación hacia las mujeres. Su salario medio no es igual que el de los hombres, su tasa de desempleo es más elevada, están casi ausentes de los centros de decisión económica y son víctimas de la violencia de género. El tiempo no lo remedia todo y el transcurso de los años, por sí mismo, no sirve para solucionar los problemas. La epidemia generada por el COVID-19 ha puesto de manifiesto con crudeza que las conquistas sociales son reversibles porque, en el último año, la situación ha empeorado. Como demuestran los datos del Instituto de la Mujer, son ellas las que se encuentran en primera línea de respuesta, no sólo en el sector sanitario, sino también en el asistencial. El teletrabajo y la enseñanza on line han agravado la sobrecarga que impone la doble jornada; el confinamiento ha incrementado las víctimas de violencia doméstica.
La Constitución no es una fórmula mágica para acabar con este estado de cosas. Es una norma jurídica, por lo que se mueve en el ámbito del deber ser. Como tal, su capacidad de transformación de la realidad es limitada. No basta con que proclame la igualdad para que esta se imponga de forma prodigiosa; tan sólo abre las puertas para conseguir que la igualdad se haga real y efectiva.
Así ocurrió cuando entró en vigor e hizo posible que empezaran a cambiar las cosas. No está de más recordar que, a principio de los años setenta, sólo tenían estudios superiores el 0,4% de las mujeres; únicamente trabajaban 23 mujeres por cada cien, frente a una tasa masculina de casi el 80%. La regulación jurídica obedecía y, a la vez, reforzaba esta situación de desigualdad. Por las mismas fechas, la mujer que contraía matrimonio con un extranjero perdía la nacionalidad, debía obediencia al marido y necesitaba su licencia para comprar o vender, aunque fuera con su propio patrimonio.
Durante las cuatro décadas en que ha estado vigente, la Constitución ha favorecido que la posición de las mujeres siguiera avanzando hasta llegar a una situación que, sin ser perfecta, sitúa a España en una posición mucho más avanzada de la que ocupan en otros países con mayor tradición democrática, como son Italia, Francia o Alemania
Durante las cuatro décadas en que ha estado vigente, la Constitución ha favorecido que la posición de las mujeres siguiera avanzando hasta llegar a una situación que, sin ser perfecta, sitúa a España en una posición mucho más avanzada de la que ocupan en otros países con mayor tradición democrática, como son Italia, Francia o Alemania. En nuestro país, una lectura adecuada del mandato contenido en el art. 9.2 CE permitió al Tribunal Constitucional despejar las dudas de validez que afectaban a las listas electorales de composición equilibrada y a las medidas de protección contenidas en la legislación contra la violencia de género.
Aun así, queda mucho por hacer y la Constitución abre el camino para alcanzarlo. La norma fundamental prohíbe que los ciudadanos y los poderes públicos discriminen a las mujeres, por lo que es preciso establecer nuevos instrumentos y mejorar los existentes para erradicar las diferencias no razonables que todavía subsisten. La Constitución exige que los poderes públicos logren que la igualdad sea real y efectiva. Quienes están en las instituciones podrán decidir cómo y cuándo hacerlo, conforme a su propio ideario. Pero el objetivo está claro y no pueden desconocerlo.
Paloma Biglino Campos