Perdón por las molestias. Pareciera que el mundo se derrumba con el nuevo desorden mundial impuesto por Donald Trump, y nosotros nos dedicamos a hablar solo de lo nuestro. Lo nuestro es un derecho constitucional delegado por los ciudadanos, que no es cualquier derecho. Y, aunque el dicho clásico sostiene que los periodistas nunca deben ser noticia, sin embargo, hoy lo somos. A pesar nuestro y porque ya hace más de una década, el ex asesor de presidencia de los EE.UU. dijo aquello de que la verdadera oposición al gobierno norteamericano eran los medios y que la forma de lidiar con ellos era inundar el terreno de mierda (con perdón, de nuevo, pero fue lo que dijo).
No desvelo secreto alguno si les digo que el último parte médico sostiene que el periodismo sigue estable dentro de la gravedad. Estable porque cumple, sí, con una función social y proporciona un derecho fundamental en democracia como lo es el que tienen los ciudadanos a la información. Y lo de la gravedad es porque estamos ante una inexorable toma de conciencia de que los periodistas vamos perdiendo la guerra. Sí, esto también, es una guerra, y el invasor en este caso son las plataformas, las nuevas tecnologías y las redes sociales.
Chapoteamos en el barro desde hace tiempo porque después de Bannon, llegó el hombre más rico del mundo y miembro del gobierno de Trump, Elon Musk, a decretar un reemplazo de los medios de comunicación tradicionales, a los que acusa de mentirosos, por X. En su perfil del viejo Twitter, repite que es la “aplicación de noticias más popular de la Tierra” y otros lemas como “vosotros sois los medios”.
Las plataformas, las redes sociales y los medios cuasi unipersonales han pegado una patada a las reglas básicas del periodismo haciendo olvidar que su tarea principal es informar, preguntar y denunciar comportamientos irregulares, pero nunca acosar, difamar o intimidar a los representantes públicos o a los informadores que cumplen con su trabajo. Ni en las redes sociales ni en la calle
Y además de X hay quien desde determinados chiringuitos al servicio de empresas e instituciones que les riegan dinero se disfrazan de medios de comunicación para orquestar toda una estrategia de acoso, odio, desinformación y difamación. Son matones que, micrófono y cámara en mano, se pasean por la vida pública y pisotean los principios más elementales del periodismo. No conocen el rigor, ni la ética, ni la responsabilidad. Mucho menos lo que significa el derecho a una información veraz.
Por desgracia, desde que la mentira tiene premio (como han demostrado las elecciones americanas), la verdad ha dejado de importar y la caricatura se ha convertido en una herramienta al servicio de la política y el periodismo, ha nacido esa industria que unos llaman del bulo y otros del odio, y que sirve a todo tipo de intereses innobles.
Y, como lo que está en juego va mucho más allá del futuro del periodismo, convendría que pusiéramos la lupa sobre lo que está pasando, desveláramos qué hay detrás, quiénes son y cómo se están forrando porque puede darse la paradoja de que esas campañas de desinformación, descrédito e indignidad estén financiadas con dinero público.
Es cierto que, a partir de agosto de este 2025, la ley obligará a todo medio de comunicación a un ejercicio de transparencia integral que hoy muy pocos practican y por el que tendrán que hacer público no sólo la procedencia de todos los ingresos (también los de la publicidad), sino además la composición de los accionistas.
¿Será suficiente? Hay serias dudas de que la norma por sí sola acabe con el barrizal en el que chapoteamos si las asociaciones y colegios profesionales no hacen algo más que comunicados de solidaridad o de denuncia y protestas esporádicas contra quienes cercenan el derecho a una información veraz.
Las plataformas, las redes sociales y los medios cuasi unipersonales han pegado una patada a las reglas básicas del periodismo haciendo olvidar que su tarea principal es informar, preguntar y denunciar comportamientos irregulares, pero nunca acosar, difamar o intimidar a los representantes públicos o a los informadores que cumplen con su trabajo. Ni en las redes sociales ni en la calle.
Está pasando. Y es hora de dar pasos en defensa de un periodismo fiable, honesto y riguroso, a pesar de que se haya instalado una falsa sensación de que la difusión de mentiras es imparable en esta selva digital de instagramer, youtuber o pseudoperiodistas. Nos concierne a todos, no solo a los gobiernos.
Esther Palomera