“En el siglo XVII Europa era la civilización más desarrollada y dominaba el mundo. Ahora las cosas han cambiado”
Luis Ribot García, de la Real Academia de la Historia, catedrático emérito de Historia Moderna en la UNED, Premio Nacional de Historia de España del año 2003, ha sido recientemente nombrado titular de la Cátedra Luis García de Valdeavellano, de la Fundación Duques de Soria, cátedra adscrita a la Universidad de Valladolid, cuyo objetivo es el reconocimiento a una trayectoria vital dedicada a la historia de España. Autor de una larga lista de publicaciones y monografías sobre la Edad Moderna, en particular sobre la Italia española, el reinado de Carlos II y la historia militar, publicó en 2016 con la editorial Marcial Pons una gran síntesis de su especialidad: La Edad Moderna. Siglos XV-XVIII, de la que ya se han realizado cinco ediciones. Por necesidades de espacio limitaremos nuestras cuestiones al siglo XVII.
Qué distingue a la plena modernidad, el siglo XVII, de sus inmediatos siglos anterior y posterior? ¿Es el XVII una época de transición en la historia de Europa o de consolidación de fenómenos surgidos en el siglo anterior?
Todas las divisiones de la historia —incluida la Edad Moderna— tienen un punto de artificiosidad, por lo que han de ser tomadas con cautela. Sí es cierto que una de las divisiones más frecuentes a la que acudimos los modernistas —lo que no excluye la validez de otras— es la que contempla tres periodos distintos, que pueden identificarse “grosso modo” con los tres siglos de la Edad Moderna siempre que se haga de forma flexible, sin entender las fechas como barreras rígidas. En 1610, por ejemplo, no ha cambiado gran cosa con respecto a veinte años antes. En este sentido el siglo XVII se caracterizaría por una serie de cambios respecto al periodo anterior: crisis de ciertas economías (esencialmente del Mediterráneo); menor crecimiento demográfico que en el XVI, como consecuencia de una abundancia de malas cosechas, mayor intensidad y mortalidad de las epidemias, guerras como la de los Treinta Años que afectan a amplios espacios europeos; desarrollo del mercantilismo, auge del absolutismo, consolidación de la división religiosa iniciada el siglo anterior con las Reformas, expansión colonial y mercantil de las Provincias Unidas, Inglaterra y Francia, que compiten con el anterior monopolio ibérico… El principal y más duradero resultado de todo ello será la transferencia del centro de gravedad económico y social de Europa desde el Mediterráneo al espacio noroccidental de Europa. Desde el punto de vista del pensamiento y la cultura, en el siglo XVII se produce la revolución científica, que constituye uno de los hechos más transcendentales de la historia. Los viejos saberes, basados en el argumento de autoridad, van a ser sepultados en el campo de las ciencias físico-matemáticas por los conocimientos avalados por la experimentación y la demostración. La base de los saberes que entonces comienzan a desarrollarse es el descubrimiento de que la naturaleza está escrita en lenguaje matemático, que abrirá el camino al avance científico, despojado ya para siempre de las explicaciones filosóficas que habían dominado los conocimientos de la física o la astronomía desde la Antigüedad.
¿El siglo XVII consolida una primera globalización a escala planetaria, o no puede hablarse de una corriente histórica común más allá de Europa y el Mediterráneo?
El siglo XVII consolida esa primera globalización a escala planetaria, como lo harán también los siglos posteriores, pues las interrelaciones entre las diversas zonas del mundo no harán sino aumentar hasta llegar a nuestros días, respaldadas en todo momento por los avances en las comunicaciones y, ya en nuestro mundo, por la tecnología. Pero la primera globalización se inicia en el siglo XVI, en la culminación de los grandes descubrimientos geográficos de finales del siglo XV. En el XVI los hechos más significativos serán la circunnavegación del planeta por Magallanes-Elcano y, ya en tiempos de Felipe II, la instalación española en Filipinas y el establecimiento del galeón de Manila, que estableció una ruta de comercio a través del Pacífico (Manila-Acapulco), que otorgaba un papel central a Nueva España (México), conectada a su vez con España y Europa a través del sistema de flotas de la Carrera de Indias.
No obstante, hasta tiempos muy recientes —y con reservas— no puede hablarse de una corriente histórica común más allá de Europa. La historia Moderna es un concepto europeo y se refiere exclusivamente a Europa y, en cierta forma —solo en cierta forma— a los dominios de los países europeos en otros continentes; el resto del mundo sigue sus propios ritmos, pese a la existencia de contactos y relaciones. En realidad —y aunque ahora está cambiando por la influencia creciente de China y algunos países asiáticos— lo que llamamos globalización no ha sido, desde el principio, sino una expansión de Europa y sus modelos, un dominio progresivo del planeta por parte de los países más avanzados de Europa y luego por esa prolongación europea en América que son en buena medida los Estados Unidos.
De la España del siglo XVII, que contempla el auge y ocaso de su poder militar imperial, ¿se puede hacer una historia “nacional”, con problemas, objetivos, y políticas específicas, al margen de su dimensión de cabeza rectora del imperio?
Resulta difícil. La historia, y especialmente a partir del auge de los nacionalismos en el siglo XIX, ha estado siempre muy vinculada a ellos, lo que ha potenciado las historias nacionales. Los políticos se dieron cuenta pronto, y siguen sabiendo —como demuestra, entre otros, el caso de la Cataluña actual— que la historia es una de las bases principales de la construcción de una nación. Ello ha tenido y tiene varias repercusiones, todas ellas negativas, para la objetividad del conocimiento histórico. No solo la deformación y la creación de mitos sobre los que construir la propia identidad; también la adecuación del marco geográfico analizado a los límites de la nación, con independencia de cuales fueran los limites reales de los entes políticos objeto de estudio. Todos hemos estudiado una historia de España limitada a la Península Ibérica y las islas Baleares y Canarias, es decir, la España actual, en la que los territorios italianos que formaban parte de la Monarquía de España en los primeros siglos de la Edad Moderna, o los Países Bajos, no aparecían, o lo hacían solo en el marco de la política internacional. La América española se trataba algo más, pero también de forma insuficiente. En los últimos años ha comenzado a resaltarse este carácter imperial, la necesidad de enfocar aquella Monarquía como un conjunto; de superar la proyección hacia el pasado de la España actual, como si el suyo fuera el marco político de los siglos modernos.
“El reinado de Carlos II no fue, ni mucho menos, un periodo desastroso. Desde el punto de vista económico, se inició la recuperación que habría de proseguir en el siglo siguiente”
La crisis de los años 40 del siglo XVII, en Portugal, Cataluña, también a otra escala y algún tiempo después, en los territorios italianos, ¿tienen características propias al margen de su hilo conductor común de rebelión contra la autoridad imperial?
Toda investigación histórica de calidad ha de basarse en la comparación entre distintas realidades. Las revueltas de los años cuarenta del siglo XVII en los territorios de la Monarquía de España no pueden estudiarse como hechos aislados. Ni tampoco separarse de crisis similares que se producen en Francia (La Fronda) o en Inglaterra (la revolución y la caída de la Monarquía, con el ascenso de Carlos I al patíbulo). La coincidencia cronológica nos proporciona ya una pista sobre la posible existencia de causas de fondo comunes tanto a escala general como en el seno de la Monarquía de los Austrias. Con todo, es evidente que cada uno de tales levantamientos obedece también a causas propias. El trasfondo común a las revueltas de Cataluña y Portugal —y también a las de Nápoles y Sicilia, o a la gran revuelta francesa de la Fronda, todas en los años cuarenta— es la crisis provocada por la guerra de los Treinta Años (con sus secuelas de incremento de la fiscalidad, de los reclutamientos, etc.). En la Corona de Castilla la guerra agravó las consecuencias de la crisis económica iniciada a finales del siglo XVI y que afectó sobre todo al interior. Si en Europa, el siglo XVII contempló, como hemos señalado, la transferencia hacia el noroeste del centro de gravedad de la economía, en España dicho centro de gravedad, que a comienzos del XVI se hallaba en el interior, especialmente en el valle del Duero, pasará en el curso de aquella centuria a la periferia, donde se ha mantenido desde entonces, con la única salvedad, sobre todo en tiempos recientes, del auge de Madrid, favorecido por su condición de capital política.
La América hispana, a pesar de su dimensión esencial para la Monarquía de los últimos Austrias, ¿no es también un mundo al margen de los problemas políticos principales de esa Monarquía, esto es, de Europa?
Hace aproximadamente medio siglo se creó en el sistema universitario español la Historia de América como una especialidad propia, distinta y separada de la Historia de España Moderna o Contemporánea. Ello, aunque tal vez incrementó las investigaciones americanistas, ha contribuido a alejar el mundo americano de los especialistas en la historia de España y de Europa. Afortunadamente, tal brecha se está comenzando a superar en los últimos tiempos. A través de las relaciones que españoles y europeos establecen con ellos, América, África y Asia participan en cierta medida de una historia común. Otra cosa es que tengan sus propios ritmos, sus culturas y sus problemas específicos y que los propios de Europa les lleguen más o menos atenuados o, en algunos casos, no les afecten.
Como uno de los historiadores que más atención has dedicado a la España de la segunda mitad del siglo XVII, la de Carlos II, ¿crees que la investigación histórica podrá establecer una visión más objetiva y justa sobre un período caricaturizado hasta el esperpento por la historiografía española?
No solo por la historiografía española. El reinado del último de los Austrias españoles ha sido tradicionalmente despreciado y olvidado también por los historiadores extranjeros, incluidos los principales especialistas en la Historia de España. Al menos hasta los años ochenta del siglo pasado —y para comprobarlo basta con consultar cualquier libro escrito anteriormente— los últimos treinta y cinco años de la España del XVII (correspondientes a su reinado) apenas existían. Los estudios les dedicaban muy poco espacio, saltando prácticamente desde la muerte de Felipe IV a la Guerra de Sucesión. La causa era la idea de que había sido un periodo de profunda decadencia. Pero, aún en el caso de que así fuera, el historiador no puede prescindir de ningún periodo histórico, lo que hace menos comprensible tal olvido. Afortunadamente, la situación ha comenzado a cambiar, gracias a un número creciente de historiadores españoles y extranjeros, y hoy puede decirse que el reinado de Carlos II se conoce bastante mejor y, sobre todo, se han superado los viejos prejuicios de la historiografía de la decadencia —la que veía todo con tintes negros— como si en un espacio de tiempo tan dilatado no hubiera habido ni personajes, ni iniciativas ni realizaciones interesantes. Más aún, en los últimos años el reinado de Carlos II —tal vez para compensar el desconocimiento anterior— está siendo, si no el que más, uno de los periodos más estudiados de la historia Moderna de España.
Ciertamente hubo una decadencia. Después de las derrotas de tiempos de Felipe IV, la hegemonía europea había pasado a la Francia de Luis XIV, pero España seguía siendo una potencia, tanto en Europa como fuera de ella, siendo la única que poseía territorios en los cuatro continentes entonces conocidos. La anormalidad del rey, tan divulgada, no era cierta. Sus capacidades entraban dentro de la normalidad, aunque era débil de naturaleza y tenía una escasa personalidad. Muchos reyes y príncipes soberanos europeos, anteriores y posteriores, no tuvieron mayores capacidades y carecieron incluso de sus evidentes valores morales, pero no se les ha tratado tan mal. El problema es que no era un rey cualquiera sino el soberano con más territorios bajo su mando, objeto de deseo muchos de ellos por parte de diversos príncipes, algunos de los cuales —como Luis XIV o el emperador— tenían derechos sucesorios en el caso de que Carlos II no lograra tener descendencia. Todo ello influyó en su imagen negativa, como también el hecho de que, a diferencia de sus antecesores, no tuviera un hijo que le sucediera y encargara crónicas favorables, sino que la llegada de una nueva dinastía hizo que, para prestigiarla, se buscara el contraponer sus logros a la situación del periodo anterior. Por si fuera poco, tuvo como gran enemigo a Luis XIV, uno de los reyes más importantes de la historia que, al igual que personajes como Felipe II y a diferencia de la mayoría de los monarcas del Antiguo Régimen —cuya misión, no lo olvidemos, no era gobernar, sino reinar— fue un gobernante sagaz, activo y eficaz.
El reinado de Carlos II no fue, ni mucho menos, un periodo desastroso. Desde el punto de vista económico, se inició la recuperación que habría de proseguir en el siglo siguiente, a lo que contribuyeron los gobernantes con medidas tan decisivas como la estabilización de la moneda castellana, que puso fin a las manipulaciones iniciadas en 1599; la reducción de la fiscalidad en Castilla; la resolución del problema de la deuda pública (los juros); la creación de la Junta de Comercio y Moneda, y otras. En el plano institucional hubo importantes ensayos e iniciativas, que se enmarcan en una preocupación por la necesidad de acometer reformas, manifiesta por ejemplo en la riqueza del pensamiento político de estos años. Fue también entonces cuando surgieron en España los primeros exponentes de la nueva ciencia, iniciada en Europa a raíz de la revolución científica de aquella centuria. Son pues muchas cosas, difíciles de resumir en unas líneas. Y hubo desde luego gobernantes de valía e interés, algo que negaba la «historiografía de la decadencia», que descalificó prácticamente a todos, cubriéndoles además con el negro manto del desinterés.
Por último, una pregunta que a los historiadores os parecerá quizás inoportuna o absurda: ¿puede extraerse alguna enseñanza política de los acontecimientos históricos del XVII, principalmente europeos, que sirvan de inspiración a nuestro siglo XXI, que parece ir adquiriendo un perfil cada vez más propio y distinto a su inmediato siglo XX?
Es difícil responder a ello. La historia es, como decían los latinos, magistra vitae, pero no porque se extraigan fácilmente enseñanzas de ella, sino porque el conocimiento del pasado nos ayuda a entender la evolución del hombre y las sociedades. Si comparamos el siglo XVII con la época actual, veremos muchas más diferencias que parecidos. No obstante, creo que hay algo que, de alguna forma, permanece, y es la falta de capacidad de los europeos para entenderse. La historia de nuestro continente está plagada de guerras y enfrentamientos por los más diversos motivos (en la Edad Moderna: ambiciones dinásticas de unos u otros príncipes, diferencias religiosas, competencias económicas…). Aunque las sociedades de entonces y de ahora son muy distintas, persiste, entre otros, ese gran problema. En el siglo XVII Europa era la civilización más desarrollada y dominaba el mundo. Ahora las cosas han cambiado, pero sería de desear que hubiéramos aprendido de aquella historia tan convulsa —rematada por el suicidio que supusieron de las dos Guerras Mundiales en la primera mitad del siglo XX—, porque el peso de Europa —y de buena parte de los avances vinculados a su civilización— es cada vez menor.
Pío Díaz de Tuesta