1En el año 1855 se producen dos acontecimientos fundamentales en la historia de España: la aprobación de la Ley de desamortización promovida por el ministro de Hacienda Pascual Madoz y la aprobación del Real Decreto por el que se crea la Comisión de Codificación encargada de la redacción de la futura Ley Hipotecaria de 1861. La desamortización puso en el mercado gran parte de la propiedad inmobiliaria del país, la cual estaba en poder de las denominadas «manos muertas» (instituciones civiles y religiosas) y sin posibilidad de enajenación. Hablamos de cuatro millones de hectáreas de superficie, que a mediados del siglo XIX representaba aproximadamente la cuarta parte de la tierra cultivable del conjunto de España. Una vez colocadas en el mercado, era necesario regular los mecanismos que regirían su tráfico jurídico. El preámbulo del decreto de 1855 recogía una definición perfecta de lo que sucedía en el ámbito inmobiliario antes de la Ley Hipotecaria: no se garantizaba la propiedad, ni se estimulaba el crédito territorial, tampoco se moderaba el interés del dinero, ni se prevenía la litigiosidad. Eso sucedía porque faltaban transparencia, publicidad y seguridad jurídica. La Ley Hipotecaria de 1861 fue la raíz fundacional del Registro de la Propiedad y de su beneficiosa influencia en el ordenamiento jurídico y en la economía de España, gracias a la cual se erradicó aquella situación previa.
2El sistema registral español se asienta sobre dos grandes principios: publicidad y legalidad. El Registro de la Propiedad convierte en públicas las relaciones jurídicas, los derechos, las cargas y las limitaciones que recaen sobre los bienes inmuebles. Al generar esta publicidad, el objeto de Registro incluye siempre una suerte de certificado de validez jurídica de los derechos y situaciones jurídicas inscritas, mediante una presunción de legalidad, que sólo puede ser atacada judicialmente. Eso significa que al Registro únicamente accede aquello que, después de haber pasado por el filtro de la calificación del registrador y su enjuiciamiento, es conforme al ordenamiento jurídico, no es nulo, sino válido y eficaz frente a terceros. Es el prius, el requisito necesario para que después se pueda asociar a esa publicidad la presunción de legalidad. El objetivo es conseguir un elevado grado de seguridad jurídica preventiva, «río arriba» en la terminología comunitaria, que evite la intervención judicial («rio abajo»), esto es, previniendo y evitando la litigiosidad.
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No hay duda de que este objetivo se ha logrado en una gran medida, de lo que dan cuenta pormenorizada las páginas de esta revista. Pero a la hora de hacer balance de estos 160 años de vigencia de la Ley Hipotecaria, actualizada a través de múltiples reformas, quiero detenerme ahora en una muy concreta: la reciente incorporación del nuevo art. 103 bis, a través de la Ley de Jurisdicción Voluntaria de 2015. Ese nuevo precepto es tan breve como sustancioso en su novedad. Incorpora a los Registros de la Propiedad y Mercantiles a la lucha contra la litigiosidad desde una nueva perspectiva, más allá de la preventiva.
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El acceso a la justicia para todos los ciudadanos es un derecho fundamental consagrado en la Constitución española, en el art. 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y elevado a la categoría de principio general del derecho comunitario por el art. 47 de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE.
Este derecho es una exigencia propia de todo Estado democrático y de Derecho, al que los Estados dan respuesta mediante la puesta a disposición de procedimientos judiciales. Sin embargo, los sistemas judiciales se enfrentan desde hace tiempo a crecientes dificultades como consecuencia del aumento constante de los litigios que se suscitan ante los tribunales. Además, la complejidad creciente de los textos legislativos y los conflictos de leyes y jurisdicciones en el caso de los pleitos transfronterizos, aumentan aquellas dificultades.
Esta situación ha dado lugar a la búsqueda y fomento de otros métodos de pacificación de los conflictos basados, no en el recurso a la autoridad del juez o la intervención de un árbitro, sino en el consenso, en el diálogo y en el acuerdo. Son los procedimientos extrajudiciales de resolución de conflictos de tipo autocompositivo, con la intervención de un tercero imparcial, entre los que destacan la mediación y la conciliación.
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En este sentido las ADR se inscriben en el contexto de las políticas sobre la mejora del acceso a la justicia, desempeñan un papel complementario en relación con los procedimientos jurisdiccionales, e incluso adquieren el carácter de solución preferente por parte del legislador, y de los propios tribunales, como se refleja en la reciente sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 9 de marzo de 2021.
Se trata de instrumentos al servicio de la paz social en la que las partes salen de la dialéctica del enfrentamiento y emprenden un proceso de diálogo y aproximación como método de resolución del conflicto.
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El interés por la mediación y demás modalidades alternativas de resolución de conflictos especialmente en el ámbito del derecho civil y mercantil, constituye desde hace años una prioridad de la política de las autoridades de la Unión Europea, espoleadas particularmente por la necesidad de promover la confianza en el entorno de la contratación a través de Internet y de carácter transfronterizo.
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Esa prioridad se manifestó ya en los acuerdos de la cumbre de los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión en el Consejo Europeo de Tampere de octubre de 1999, en que se acordó la creación de un «espacio de libertad, seguridad y justicia» en la U.E., en cuyas conclusiones destacaron la importancia de las ADR. Después el Consejo encomendó a la Comisión la elaboración de un Libro Verde sobre las modalidades alternativas de solución de conflictos en el ámbito del Derecho civil y mercantil, Libro que fue presentado por la Comisión en Bruselas en abril del año 2002, y que se encuentra en la base de la directiva de 20081 de mediación en asuntos civiles y mercantiles, cuya transposición al ordenamiento jurídico español tuvo lugar por medio de la ley de mediación de 6 de julio de 2012.
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Frente a la solución judicial, la negociación bilateral tradicional dirigida directamente por las partes, o con ayuda de sus abogados, fracasa con frecuencia por la dificultad de salir de la «dialéctica posicional» que desemboca en una «escalada del conflicto». Por ello entre la vía judicial y la negociación bilateral ha surgido la vía intermedia de la mediación y la conciliación.
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Aunque esta materia puede parecer muy novedosa para nosotros, en realidad cuenta con una dilatada historia en el Derecho español, con precedentes en el siglo XVI en litigios mercantiles en las Ordenanzas de Burgos, Sevilla y Bilbao. En la Constitución de Cádiz se generaliza para todos los asuntos civiles y mercantiles con el doble carácter que venía de nuestra anterior tradición jurídica de ser obligatoria y de carácter preliminar o previa al proceso. La LEC de 1881 recogió ese carácter obligatorio de la conciliación, carácter que se mantuvo en nuestro Derecho hasta la reforma procesal introducida por la Ley 34/1984, que suprimió el carácter preceptivo de la conciliación preprocesal en los asuntos civiles, que pasa a ser facultativa.
A esta situación se llegó después de un periodo de decadencia en que la conciliación se convirtió, en opinión de la doctrina, en «una mera formalidad previa y ociosa en muchos casos, intentada por el actor más que con el objeto de conciliarse, con el de ser admitido a juicio».
La reacción frente aquel fracaso se ha traducido en un importante impulso legislativo de las ADR: la ley de mediación de 2012, su reglamento de 2013, la ley de jurisdicción voluntaria de 2015, con una clara apuesta por la desjudicialización de la conciliación: interna, al pasar esta competencia a los letrados AJ, y externa al atribuir funciones de conciliación a favor de notarios y registradores en régimen de alternatividad.
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El marco normativo actual, completado con el proyecto de ley de eficiencia procesal, aborda de forma en general satisfactoria las principales cuestiones de las que depende la viabilidad y eficacia de la mediación: las cláusulas de sometimiento a las ADR, la interrupción de los plazos de prescripción de las acciones, los principios de neutralidad y confidencialidad, la validez de los consentimientos, la eficacia de los acuerdos alcanzados, la formación de los terceros neutrales que intervienen en el proceso, su acreditación y régimen de responsabilidad, etc.
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Queda todavía pendiente el desarrollo de las medidas operativas y de cultura social y jurídica, la necesidad de que cale en la sociedad y en los operadores jurídicos la cultura de la negociación y del pacto. En el fondo lo que se pretende con la mediación y la conciliación es lo mismo que aquello a lo que se aspira en cualquier negociación contractual: llegar a perfeccionar un contrato, en este caso un contrato de transacción, por el que las partes, como dice nuestro CC, «dando, prometiendo o reteniendo cada una alguna cosa, evitan la provocación de un pleito o ponen término al que había comenzado».
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Por todo ello, debemos felicitarnos de que el legislador de 2015, en el contexto de su impulso de desjudicialización de la jurisdicción voluntaria, incluyese el nuevo art. 103 bis en la Ley Hipotecaria, como instrumento para favorecer, a través de la conciliación por los registradores, la resolución extrajudicial de cualquier controversia inmobiliaria, urbanística y mercantil o que verse sobre hechos o actos inscribibles en el Registro de la Propiedad, Mercantil u otro registro público que sean de su competencia.
Concluyo deseando mucho éxito a los registradores en el desempeño de esta nueva función, pues ese éxito contribuirá a la paz social y a la realización efectiva de la justicia. Recordaba en otra ocasión la idea de Ihering sobre la simbología de la Justicia, que en una mano lleva la balanza con la que pesa el Derecho, y en la otra la espada con la que lo impone. La espada sin la balanza -decía- es la violencia bruta, la balanza sin la espada es la impotencia del Derecho. Ambas van juntas, y -concluía- un estado jurídico perfecto impera sólo allí donde la fuerza con que la Justicia mantiene la espada equivale a la pericia con que maneja la balanza. Quizás más perfecto todavía sería el Estado de Derecho si la balanza se mantiene en el fiel sin necesidad de que intervenga la espada de la justicia. Que ello sea así depende en parte del éxito de la conciliación como instrumento de solución extrajudicial de los conflictos.
1 Directiva 2008/52/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 21 de mayo de 2008, sobre ciertos aspectos de la mediación en asuntos civiles y mercantiles.
Juan María Díaz Fraile