Aceptemos, a la vieja usanza, que el hombre es el centro de la creación. Vamos a olvidar, por un momento, el lenguaje políticamente correcto: aquí utilizamos el término “hombre” como sinónimo de ser humano, hombre, mujer o género inventado o por inventar. Y, por supuesto, lo de la creación no implica que exista un dios o que éste creara el universo; sólo nos referimos a lo que no es el ser humano, a lo demás. El humanismo, entonces, parte de la consideración de que las personas somos protagonistas de la historia, de lo que pasa, que todo gira en torno a nosotros. Si lo miramos de esta manera, toda tecnología está a nuestro servicio. Nos sirve, porque nos enriquece, material y espiritualmente. Hace nuestra vida más fácil. Nos permite producir más y mejor.
La tecnología es el producto más obvio de nuestra condición de seres racionales: sometemos la naturaleza, la superamos, inventamos. Es el arte de crear. La manera en que nos hacemos dioses. Superamos las limitaciones, y avanzamos un paso más, dos pasos más, hasta llegar a la Luna, y por qué no, a Marte.
Antes que riesgos, esta nueva sociedad tecnológica hasta la raíz nos ofrece oportunidades, nos abre ventanas, nos permite ser más y mejor de lo que nunca habríamos imaginado
Esta ha sido la historia del progreso. La rueda, el coche, el cohete. Las vacunas, los antibióticos, los trasplantes. La imprenta, los libros, los ordenadores. Cada paso adelante nos ha permitido dedicar más tiempo a nosotros mismos, nos ha liberado de tareas repetitivas, ha conseguido hacernos más humanos. Y ahora estamos en plena explosión de las tecnologías de la información. ¿Seguiremos por el mismo camino, o esta vez es diferente?
Es discutible, y es discutido. Muchos ven los peligros del nuevo mundo en el que ya vivimos. Hace años, el entonces CEO de Google, hablando del modelo predictivo de búsqueda, dijo que el buscador sabe antes que nosotros mismos lo que queremos encontrar. Y es, en parte, cierto. La privacidad ya no existe. Todo lo que hacemos deja una huella que, convenientemente analizada, deja un retrato exacto de nuestros deseos, de nuestro carácter, de nuestro comportamiento previsible. Las empresas que nos conocen son, por definición, pocas, y tienen acceso a la cantidad de información más formidable que nunca haya existido. Han desarrollado métodos de explotación extraordinarios que les permiten, literalmente, conocernos mejor que nosotros mismos. Y todo ello, tomado en su conjunto, supone un riesgo desconocido hasta el momento. La posibilidad de que manipulen nuestro conocimiento de la realidad, y por lo tanto, nuestra voluntad es tan real como peligrosa.
Pero la contemplación crítica de estos hechos, no debe hacernos olvidar lo más primario. Antes que riesgos, esta nueva sociedad tecnológica hasta la raíz nos ofrece oportunidades, nos abre ventanas, nos permite ser más y mejor de lo que nunca habríamos imaginado. Nos hace la vida cómoda, nos permite tener acceso a más información de la que somos capaces de digerir, nos pone en el mundo de las ideas, de las imágenes, de los sentimientos, como nunca antes. Es una nueva sociedad con riesgos serios, sí. Pero ¿qué avance no los tiene? Aun consciente de los problemas que suscita, yo me quedo con esta sociedad: la que nos hace más plenos que ninguna otra antes.
Pilar García de la Granja